Cuando ingresé como estudiante a la hoy Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, monseñor tenía poco tiempo de haber sido designado como Rector Magnífico de la misma. Permaneció en esta posición hasta que hace pocos años tuvo que renunciar por motivos estatutarios. La Universidad era su vida, con su visión y capacidad gerencial la impulsó de tal manera que es hoy la universidad privada más grande del país.
En mi época estudiantil no tuve mucho contacto con él, pero se que tuvo que enfrentar, desde el principio, muchos retos, debido a las difíciles circunstancias políticas que vivía el país, que inevitablemente tuvieron su repercusión en la Universidad. Los estudiantes de Universidad Autónoma de Santo Domingo realizaron reclamos y manifestaciones en contra del presidente Balaguer, quien se encontraba en su segundo período de gobierno. Monseñor se vio obligado a cerrar la universidad por un semestre, frente a las acciones de un grupo de sus estudiantes que se solidarizó con los de la universidad estatal, quienes fueron duramente reprimidos por el gobierno.
Pasaron muchos años durante los cuales no fue mucho el contacto con Monseñor. Sólo lo vi en algunas ocasiones en las que coincidimos en unas cuantas competencias caninas, en las que el exhibía con mucho orgullo sus ejemplares de pastores alemanes.
Cuando realmente empecé a conocer más de cerca a monseñor Agripino fue a partir del 1996, durante el primer mandato de Leonel Fernández, en ocasión de los diálogos que se sostuvieron entre el gobierno y el empresariado con miras a la aprobación de un grupo de medidas fiscales. Ocupaba yo entonces la presidencia del Consejo Nacional de la Empresa Privada, CONEP.
Poco tiempo después, en las instalaciones de la PUCMM, recinto de Santo Domingo se llevaron a cabo las negociaciones para el aumento del salario mínimo que se hacía necesario. Los líderes sindicales tenían altas expectativas mientras que muchas empresas temían que un alza considerable en sus nóminas representara una carga insostenible. Como es lógico hubo muchas fricciones, pero Monseñor Núñez Collado logró un consenso entre las partes y se firmó un acuerdo en lo que antes era la Secretaría de Trabajo.
Nunca olvidaré que durante uno de los descansos entre estos encuentros él me confesó que durante mi estancia como estudiante en Santiago veía con preocupación la dificultad que me representaba subir y bajar las escaleras andando con mis muletas. Mi respuesta lo hizo reír, pero lo cierto es que a partir de entonces empecé a conocerlo de una manera más cercana.
En mayo del 2004 fui uno de los que estuvieron junto a él en la Junta Central Electoral cuando su participación con un discurso improvisado al gobierno, a los partidos participantes y a los observadores trajo paz a la tensa y difícil situación que vivió el país la noche del mismo día de las votaciones.
El afecto que nos unió fue de tal grado que me propuso en el dos mil seis como miembro del Consejo de la PUCMM, posición que acepté gustosamente porque me proporcionó la oportunidad de apoyarlo y participar de alguna manera en su loable gestión como rector.
En el año 2017 compartimos miles de horas como miembros ambos de la comisión para revisión de la licitación de la planta de Punta Catalina. En estos encuentros, definimos las debilidades y fortaleza que siempre han acompañado a uno de los proyectos energéticos más grandes del país.
Valoro mucho todas estas ocasiones en las que lo vi de cerca actuar en interminables reuniones en las que su único interés era buscar puntos de encuentro y conciliar diferencias. Pero también aprecio mucho las largas conversaciones que mantuvimos cuando lo visitaba en su oficina en Santo Domingo o en Santiago.
Se destacó siempre por su sencillez, su amabilidad y su calidez.
Se preocupó siempre de que todo se hiciera de la manera más justa. Manifestó varias veces que estaba consciente de que como negociador le era imposible complacer del todo a ambas partes y de que, al igual que les pasa a los abogados, producía sentimientos encontrados en algunos sectores y personas. Sin embargo, nada de esto lo detuvo, mediar, conciliar eran parte importante de su misión en esta vida.
Hacia finales del pasado año tuve la oportunidad de almorzar con él. Acababa de regresar de Estados Unidos, donde recibió tratamiento médico para el mal que hace tiempo lo aquejaba. Ya su caminar era lento y su mirada cansada, pero su espíritu era el mismo.
Monseñor Agripino marcó una era en la República Dominicana. ¿Vendrán otros a relevar su labor? ¿Tendrán su misma capacidad y el tiempo para escuchar posiciones contrarias? Pienso que sí, las semillas que dejó sembradas y su ejemplo motivarán a las generaciones más jóvenes, quienes al igual que él, comprenderán que el desarrollo de un país sólido y justo sólo se logra en base a la paz y el entendimiento social.
Lo extrañaré mucho, pero pienso que el país lo hará mucho más. ¡Hasta luego querido Monseñor!