Hay creencias tan arraigadas que, de tanto repetirlas, se presumen verdaderas. Por ejemplo, que a quien le hayas hecho un favor te lo agradecerá eternamente, cuando, usualmente lo olvidará a segundos de realizado. Que el estudiante más aplicado será el mejor profesional, lo que es posible, pero, a veces, las deficiencias académicas se suplen con otras pericias porque hay que hacer un esfuerzo mayor.
Que las buenas familias tendrán hijos ejemplares; aunque suele ser así, esa misma bondad pudiera impedirle forjar su carácter. Que la preparación profesional basta para ser líder; sin embargo, las enseñanzas académicas no son suficientes sin un trato humano con los colaboradores. Que para ser un buen empresario hay que ser rico; no obstante, el dinero es un bien finito que, si no se administra bien, se diluye entre los dedos de un despilfarrador.
Que el poder económico equivale al poder social. El reconocimiento del que alguien es merecedor en la comunidad -por lo menos de algunos estratos- no está vinculado a su bonanza porque serán sus actuaciones lo que lo distinguirá de la media. Que con el apellido se obtienen privilegios y oportunidades. Los tiempos exigen talento, antes que abolengo familiar, un origen distinguido talvez sea útil para tocar una puerta, pero no suficiente para mantenerla abierta.
Que solo lo extranjero es bueno. Ese complejo de subestimar lo nuestro nos da tremendas lecciones cuando, al adquirir un producto valioso, descubrimos luego que fue hecho aquí. Que lo del Estado no tiene propietario; al contrario, todos lo somos y como tales, debiera importarnos igual. Que quien está en el poder debe ayudar a sus amigos y familiares. Ese pensar solo fomenta la comodidad y la vagancia para emplear al inepto.
Que la antigüedad en un cargo garantiza los conocimientos. Grandes sorpresas pueden llevarse de un inexperto con un ímpetu e intrepidez que supera al de mayor tiempo haciendo lo mismo, pero no necesariamente mejor. Que el de menos ocupaciones cumple con sus compromisos; empero, el desocupado es, precisamente, quien desperdicia el tiempo por ser un experto en perderlo.
Que, si es pobre, es humilde. A pesar de esto, los ricos tienden a ser sencillos, mientras que los que no, cuando ascienden, se manejan con prepotencia; en realidad, la mansedumbre de espíritu radica en el alma, no en el bolsillo. Que la persona callada es discreta, a diferencia de la locuaz. Las apariencias engañan, a veces quien no habla lo hace en las ocasiones menos oportunas. Al parecer, los mitos son prejuicios disfrazados porque es mejor seguir un molde preconcebido desde la vitrina que molestarse en auscultar su contenido.