Las grandes necesidades nacionales y los efectos de la crisis financiera exigen, sin mayores dilaciones, cambios drásticos en la agenda nacional. No podemos permanecer ajeno a cuanto ocurre en el mundo. La visión de corto plazo tiene que ser sepultada y dar paso a tareas de largo alcance, que permitan consolidar los sectores más dinámicos de la economía, conquistar los mercados que se han abiertos con la firma de tratados de libre comercio con los grandes centros de consumo e impactar positivamente así las expectativas de la población.
La ilusión de progreso como ilusión al fin es una burbuja porque el país está empeñado hasta los tuétanos debido a una elevada deuda externa que no para de crecer. Por tanto no es aconsejable continuar poniendo parches en las llagas de sus grandes heridas. Nos hacemos la idea de que avanzamos pero en el fondo ese crecimiento es sólo material. Tenemos más universidades y escuelas que antes pero la calidad de la educación se deteriora cada día, si bien justo es admitir que criterios nuevos afloran en esa área.
La marcha de otros sectores básicos ha estado reprimida durante años por políticas de distracción del dinero de los contribuyentes en programas de caridad pública, como el reparto de magras raciones de alimentos en Navidad, que sólo contribuyen a mostrar el infamante grado de marginación en que viven las grandes mayorías nacionales, mientras inadecuadas políticas de Estado desalientan la inversión y estancan las exportaciones que generan riqueza y empleos. Todo este panorama desolador, que frustra y castra las grandes iniciativas, erosiona el futuro. Es sencillamente aterrador que se siga ignorando el valor de la empresa privada y se menosprecie la importancia de sus ideas sobre el desarrollo, mientras se agiganta el estéril papel estatal en la economía. El país requiere de su liderazgo un firme compromiso por el futuro.