Estando en cuarto de bachillerato, y como se acostumbra a hacer para recaudación profundo graduación, entre otras actividades, llevamos a cabo la proyección de una película en un cine de nuestra ciudad. Salimos un grupo en un Jeep del papá de uno de los compañeros, con un alto parlante a hacer promoción de la misma, en la cual mencionábamos nuestro colegio. Anduvimos por distintos sectores, llegando incluso a un sector populoso de clase humilde, donde, para nuestra sorpresa, un grupo de jóvenes nos gritaron que saliéramos de allí porque estudiábamos en esa institución, considerada la mejor de la ciudad, acompañado de pedradas que nos obligaron a huir despavoridamente. Por lo general escribo basándome en vivencias propias, como esta, que marca un rechazo completo que aprendí a conocer desde muy joven entre las clases sociales, y que en nuestro caso fue por el simple hecho de pertenecer según ellos a una “élite”, a la cual ellos sin nosotros saber, ni tener culpa de formar parte de esta, le tenían animadversión, de tal forma que hubo un momento en que pensábamos íbamos a chocar evadiendo las pedradas. El mundo lleva semanas, en virtud de lo acontece en este momento, en un estado de angustia y desesperación, y, sobre todo, reflexionando sobre lo igualitarios que somos, frágiles ante una enfermedad que verdaderamente ha hecho recordar a los seres humanos que era tiempo de entender esta verdad. Gran crisis tiene el mundo, la cual conlleva a una conlleva a ver cómo las grandes potencias mundiales, con todo su desarrollo científico y tecnológico, no han podido hasta este momento ni siquiera frenar el contagio y consecuencias de esta en ningún lugar. Ya basta de primer mundo, tercer mundo, países atrasados y subdesarrollados como nosotros, raza y color de piel, religión, clase socioeconómica o preparación académica en las más grandes universidades existentes, de quién es mayor o menor. Permanezcamos unánimes orando unos por otros, Dios dará la victoria.