En los últimos años se ha venido observando un fenómeno común en casi todos los países del mundo.
Se advierte en los pequeños, aquellos a los que durante un largo tiempo se les llamó “en desarrollo”, pero que al parecer tomaron un camino demasiado largo y no acaban de llegar a ese punto, y también se ha hecho común en los países desarrollados.
Se trata de las razones que llevan a los ciudadanos a las urnas.
Atrás quedaron los días en que las personas, en especial los más jóvenes, acudían a votar con la esperanza de alcanzar las verdaderas y necesarias transformaciones para el país, para el futuro.
Ya es historia, el discurso que despertaba pasiones y esperanzas.
Ahora, en tiempos electorales, las personas deben elegir entre el menos malo, o el “malo conocido”, ya no confían en el “bueno por conocer”.
Es parte del ayer, la celebración sincera, al menos por parte del pueblo, de un triunfo electoral. Es más resignación que alegría.
Los políticos han perdido su encanto y les costará años limpiar la mala imagen que el accionar de muchos les ha dejado como marca a los otros.
No estoy diciendo que no queden personas con verdadera vocación, con deseos de hacer la diferencia, con la voluntad necesaria para generar las transformaciones para lograr encaminar el país por el rumbo correcto, el problema es que la gente no les cree.
Con el pasar de los años, la corrupción, la falta de honestidad, la complicidad y las promesas incumplidas han acabado con la fe y la confianza de los electores que han dejado de ver en la política la vía para alcanzar el bienestar común y en los políticos a una especie de padres protectores dispuestos a todo por proporcionar a sus hijos lo esencial para vivir.
La esperanza es lo último que se pierde, así que quizás ya exista una nueva generación de hombres y mujeres dispuesta a cambiar la pésima imagen que ha dejado un largo trayecto de decepciones.