Los seres humanos, desde el día de su nacimiento, están destinados a morir algún día. Es como si trajeran una fecha de caducidad.
A nadie le gusta, ni hablar, ni pensar en el tema. Pero, es una realidad. La vida y la muerte están entrelazadas, sin indivisibles. Sin una, la otra no existe. Solo los vivos pueden morir.
Solo a los vivos la muerte duele.
Tienen ambas muchas similitudes, pero también grandes diferencias.
Las personas programan el nacimiento de sus hijos y una sonografía revela el sexo de los embarazos y proyecta más o menos la fecha en que nacerá la criatura.
Sin embargo, la muerte no siempre avisa. Solo llega en un momento y deja años de dolor, sufrimiento e inconformidad.
Ambas son causantes de los sentimientos más profundos, aunque en los polos más opuestos.
Podría parecer incongruente verlas como una parte de la otra, pero más lo sería tratar de desvincularlas.
Mientras la vida fortalece la esperanza, la muerte la aniquila para siempre.
La vida marca el principio y la muerte el final. Un final que casi siempre llega de sorpresa, sin aviso como para que duela más.
Pero, muy a pesar de todo lo negativo que se le atribuye, ella en sí misma no es responsable de sus efectos, ni de la estela de dolor que deja a su paso. Sencillamente ese es su papel.
Esa es su misión y no le queda más remedio que cumplir con su oscuro designio.
Cuesta creer que ella no sienta pena de truncar los sueños de quienes sienten que les faltó más tiempo para vivir, para lograr y corregir errores, pero no tiene opción. Es su deber y ella es eficiente.
Las personas aman la vida, aun cuando se quejan de una mala racha. Aun cuando digan mil veces que no son felices y que están cansados de vivir, solo hace falta verse inmersos en una situación de riesgo, para aprender a apreciar y darle el justo valor que amerita su existencia.
Algo muy cierto es, que, sin estar pensando en el final del camino, pero sin olvidar que un día los pasos nos llevarán hasta allá, es necesario aprender a vivir cada día, cada momento, cada instante, como si fuera el último, amar y perdonar sin medir el tamaño de la ofensa, porque el tiempo de nuestro calendario no es eterno, y serán nuestras acciones, las que seguirán hablando por nosotros, por muchos años.