Cuando de bienestar, oportunidades, comodidad, indulgencia y apoyo se trata, creemos que lo merecemos todo.
Siempre esperamos ser perdonados, justificados, tratados con respeto, cariño y comprensión.
Nos indigna cuando alguien nos juzga con rudeza, cuando nos señalan nuestros errores y la magnitud de sus consecuencias.
Nos alejamos de quienes nos aconsejan ir en la dirección contraria a la que creemos es la vía correcta.
Nos sentimos agredidos por aquellos que abiertamente nos cuestionan y nos piden explicaciones sobre alguna actuación, comportamiento o por alguna palabra con la cual hemos lastimado a otra persona.
No vacilamos en demeritar a quien desaprueba nuestro proceder. Acusamos de estar en nuestra contra a quien entiende que nuestro trabajo pudo ser mejor realizado.
Todo eso cambia cuando pasamos de parte, a jueces.
Cuanto más indulgencia y comprensión creemos merecer, más severos y estrictos somos con los demás.
Cuando nos toca evaluar a otros en cualquier terreno, somos implacables.
Cuando de otros se trata, no admitimos errores, no perdonamos, no justificamos.
Somos jueces duros e inflexibles, incapaces de pasar por alto una equivocación. Al contrario, magnificamos las consecuencias de los errores de otros, con la misma vehemencia con que atenuamos las consecuencias de nuestros desaciertos.
Criticamos y no entendemos cómo alguien puede ser tan obstinado que insista en ir en la dirección equivocada, por más que le aconsejan e indican cual es la vía correcta.
Nos ofendemos cuando alguien nos exige un poco de respeto y moderación en nuestros juicios sobre el proceder de otros.
Exigimos un nivel de calidad y excelencia que somos incapaces de entregar.
Con frecuencia, olvidamos que un día seremos medidos con la misma vara con la que medimos a otros.
Del mismo modo, se nos olvida que no debemos hacer a los demás aquello que no queremos que nos hagan a nosotros, que no es justo exigir lo que no somos capaces de ofrecer. Que no es honesto esperar el perdón que con pasmosa frialdad le negamos a los demás.