Hace años que venimos escuchando que cada vez más el odio le gana más terreno al amor, que los valores en los que se formó la humanidad por generaciones han sido reemplazados por la inmoralidad y la desvergüenza.
No ignoramos que el único amor que parece existir es al dinero y al poder y por alcanzarlo no importa lo que haya que perder y sacrificar.
Al parecer, nos hemos ido acostumbrando a la transformación de una sociedad cada vez más deshumanizada, sin el menor vestigio de amor al prójimo, incapaces de aceptar las diferencias y opiniones de los demás. La intolerancia nos vuelve incapaces de respetar el derecho ajeno a ser y decir.
Nos hemos acostumbrado a que no existe más verdad que la nuestra y que solo nosotros tenemos la razón, por eso, algunos han llegado al extremo de querer eliminar a cualquiera que trate de hacer valer su palabra.
En muchos hogares no es diferente. Existen madres y padres que a la hora de aconsejar a sus hijos, basan sus palabras en la importancia de tener dinero, de cualquier manera, sin importar que en la vía para obtenerlo se pierda la dignidad y el respeto por sí mismo.
La escuela y la formación académica van quedando cada vez más relegadas en la visión de futuro de los jóvenes.
Es indudable, el odio y los antivalores han desplazado al amor y la honestidad y lo peor es que no lo habrían logrado sin nuestra ayuda. Somos nosotros los responsables, somos nosotros quienes formamos la generación del futuro, por lo tanto, nos corresponde rescatar todo lo bueno que antes fuimos como sociedad.
Tenemos la obligación de impedir que el odio le siga ganando más terreno al amor, que la intolerancia nos impida aceptar las razones e ideas de los demás, que la arrogancia no nos impida reconocer nuestros errores y pedir perdón cuando nos equivocamos.
Nos toca rescatarnos, volver a la esencia de la humanidad, fomentar la empatía, que es la única forma de condolorse del dolor ajeno y también la mejor manera de entender que nada humano nos resulta ajeno.