A mediados de marzo de este año, la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomendó a los gobiernos de todos los países realizar tests masivos para aminorar la propagación del Covid-19 y salvar vidas. Dado que una buena cantidad de los contagiados son asintomáticos, las pruebas masivas resultan imprescindibles para moderar la propagación, evitar la saturación del sistema sanitario, y salvar la mayor cantidad de vidas posibles.
La recomendación de la OMS se basó en la observación de casos exitosos en el manejo de la pandemia, específicamente, el de Corea del Sur. La OMS indicó que “el éxito de Corea del Sur puede brindar lecciones para otros países…Detrás de su éxito hasta ahora ha estado el programa de pruebas más expansivo y mejor organizado del mundo, combinado con amplios esfuerzos para aislar a las personas infectadas y rastrear y poner en cuarentena sus contactos.” Los gobiernos de muchos países acogieron la recomendación sobre la necesidad de realizar pruebas masivas. Sin embargo, la evidencia ha revelado que, si los tests masivos no van acompañados de una institucionalidad y políticas rigurosas de aislamiento de los contagiados y rastreo de personas que hayan tenido contacto con los primeros, las pruebas masivas muy posiblemente no producirán el resultado deseado de reducir las pérdidas de vidas humanas.
Observando la data acumulada a la fecha de 168 países para los cuales se llevan la estadísticas acumuladas de las pruebas realizadas y número de fallecidos por contagio de Covid-19 (www.worldmeters.info), daría la impresión que la mayoría de los gobiernos de los países desarrollados y en vías de desarrollo del mundo acogieron, aunque no todos al mismo tiempo, la propuesta de la OMS sobre la necesidad de realizar pruebas masivas pero sin otorgar suficiente importancia al aislamiento de las personas afectadas y el rastreo de contactos.
Coloquemos en el eje vertical del plano cartesiano el número de personas fallecidas por Covid-19 por millón de habitantes y en el eje horizontal el número de pruebas acumuladas realizadas por millón de habitantes. Uno esperaría que mientras mayor sea el número de pruebas realizadas por millón de habitantes, menor serían los fallecidos por millón de habitantes. Eso, sin embargo, no es lo que se desprende del diagrama de dispersión que hemos elaborado con los datos acumulados correspondientes al 18 de septiembre. El primer gráfico que acompaña a este artículo muestra una ausencia de relación entre las dos variables. Incluso, la recta de regresión muestra una ligera pendiente positiva, aunque con correlación prácticamente nula.
El segundo gráfico limpia un poco la data excluyendo los países de menos de 5 millones de habitantes, con lo cual eliminamos países diminutos que pudiesen generar niveles muy elevados (“outliers”) en alguna de las variables. Aunque la correlación mejora, la pendiente de la recta de regresión se hace más positiva: el número de fallecidos por millón de habitantes aumenta con la cantidad de pruebas por millón de habitantes, contrario a lo que postula la teoría de la OMS.
Cuando realizamos el ejercicio sólo con los países de América Latina y el Caribe, la pendiente de la curva se hace todavía más positiva y el nivel de correlación mejora. En otras palabras, los países con los mayores de niveles de pruebas por millón de habitantes, son también los que encabezan el ranking de número de fallecidos por millón de habitantes. Alguien podría señalar que si la realidad no valida la teoría, entonces la teoría no sirve. Esta conclusión para por alto el hecho de que la data recopilada solo recoge una parte de la prescripción, la correspondiente a intensidad de las pruebas masivas realizadas. No tenemos datos, para cada uno de los países, sobre el aislamiento de contagiados ni del rastreo de contactos.
El ejercicio realizado es útil para las autoridades del gobierno dominicano que tienen la responsabilidad de ejecutar las políticas de manejo y control de la pandemia. El mensaje es claro: hacer pruebas masivas no serviría de mucho si al mismo tiempo no imponemos una institucionalidad rigurosa para el aislamiento o distanciamiento de los contagiados y, sobre todo, para el rastreo de personas que estuvieron en contacto con cada nuevo contagiado. Las nuevas autoridades han indicado que van a aumentar considerablemente el número de pruebas, una decisión que va en la dirección correcta y que todos debemos apoyar. Entre el 17 de agosto y el 17 de septiembre del 2020, el promedio diario de pruebas alcanzó 3,527, ligeramente por debajo del promedio de los 32 días previos (16 de julio – 16 de agosto) ascendente a 3,837. La meta es llevar el número de muestras diarias a 7,000. Si este esfuerzo no se hace acompañar de reglas claras para el aislamiento de los contagiados y mecanismos efectivos de rastreo de contactos, no podemos asegurar que los resultados son los que deseamos.
Estamos conscientes que la democracia muchas veces no favorece la imposición de reglas estrictas, mucho menos en regiones con una marcada vocación de irrespeto hacia las políticas que emanan del Estado y una pose irracional de abrazar la libertad sin importar que ese abrazo afecte la salud de los demás. En el Asia, posiblemente derivado de las enseñanzas de Confucio, existe el convencimiento de que el orden es un prerrequisito clave para el buen funcionamiento de una sociedad. Ese orden, para que prevalezca, requiere que todos acepten el rol de las relaciones jerárquicas. Esto no significa que los ciudadanos reverencien a sus gobernantes, pero sí que obedezcan y cumplan con las normas y reglas establecidas.
Mientras en China (3), Corea del Sur (7), Hong Kong (14), Japón (12), Malasia (4), Singapur (5), Tailandia (0.8), Vietnam (0.4), y Taiwán (0.3) han logrado enfrentar exitosamente la pandemia del Covid-19, como revela la métrica entre paréntesis de fallecidos por millón de habitante, que oscila entre 0.3 y 14, otras regiones no han logrado hacerlo. Estados Unidos, con 615, exhibe una mortalidad superior al promedio de la América Latina y el Caribe, donde la métrica oscila entre 10 y 946 por millón de habitantes.
Es cierto que los asiáticos habían enfrentado otros virus en el pasado que los prepararon mejor para hacer frente al Covid-19. Pero también es cierto que son más proclives que nosotros a respetar las reglas y políticas que emanan de los gobiernos. En Estados Unidos, por ejemplo, algunos rechazan la imposición del uso de mascarilla porque entienden que viola sus derechos constitucionales. Otros preanuncian que no permitirán que se les vacune porque esa prescripción choca con sus convicciones religiosas. A los defensores de sus derechos constitucionales y a los fundamentalistas religiosos no les importa la externalidad negativa que sus decisiones generan en los demás. Cuando los dictámenes del gobierno no son obedecidos, porque se perciben como violatorios de la libertad o las convicciones religiosas, reina el caos e ingresamos a la selva. La nación se fragmenta y el retroceso es inevitable. Nadie debería sorprenderse si el Covid-19 termina transformándose en un acelerador del predominio que tendrá Asia en el siglo XXI.