Son los villanos de la película y se les considera explotadores –en vez de empleadores- por el estigma de que son millonarios que amasan sus fortunas haciendo harina a los demás. Pocos saben de sus desvelos a fin de mes, ahogados entre compromisos económicos, sin la certeza de si podrán subsistir, entre las cuotas del banco, del seguro y los pagos que invariablemente deben realizar al fisco, a la seguridad social, a los trabajadores, a los proveedores y a las empresas de servicios públicos imprescindibles.
Mientras, deben soportar tranquilamente la instalación de una competencia que les irá drenando su exigua clientela porque así lo permite el derecho constitucional a la libre empresa o aguantar a ese empleado perezoso porque no tiene los fondos para sus prestaciones o le tiene pena.
En su afán por mantener el negocio a flote y no afectar a tantas familias que dependen de él, debe luchar con otros que llegaron luego, pero tienen relaciones a un alto nivel que le permiten resultados con los que él solo sueña. Navega en mares de incomprensión entre colaboradores que solo esperan que cometa el más mínimo desliz para hacérselo pagar con creces, azuzados por asesores legales que le aguardan como aves de rapiña tras su presa, porque, mientras a ellos les cabe una amonestación, al patrón le sale demanda.
Son los responsables de sus subalternos como dueños de la inversión y cada reclamación civil por un descuido va teledirigida como un misil contra sus menguados bolsillos, debido a una teoría del riesgo que no acaban de entender, pero que igual les hace asumir las consecuencias de la torpeza cometida por otros.
La imagen del empresario próspero, desbordante de posibilidades financieras y con una bonanza desmedida se quedó rezagada en los anaqueles de familias de rancio abolengo que son cada vez menos; oligarquías de tiempos pasados con apellidos sonoros labrados con siglos de trabajo y prestigio que, en su momento, fueron también visionarios y a las que les ha tomado muchas generaciones alcanzar el sitial que hoy ostentan.
Pero el empresario que abunda ahora es el emprendedor que, con más arrojo que astucia, se ha decidido a fomentar una fuente de ingresos, contra todo pronóstico y buscando triunfar en el intento. Sin embargo, aun siendo el propulsor de riquezas, es el primero que se mira con ojeriza en las negociaciones para una actualización del Código Laboral, al sospechar que trae bajo la manga intenciones ocultas contra el trabajador como contrincante, cuando deben ser socios con un objetivo común porque sin negocio, no hay empleo.
El empleador dominicano es ese que ve impotente el esfuerzo de toda una vida esfumarse con una condenación pecuniaria que se agiganta por cada día de retardo -de la que debe responder con todo su patrimonio- para aprovechar a uno solo de sus trabajadores al que no supo liquidar y por el que los demás perderán sus puestos, ya que no puede mantenerlos.
El verdadero empresario, no es el que descansa plácidamente en una villa de lujo, sino el que ayudó a construirla, trabajó la madera, la decoró y la mantiene operando; no es el que disfruta manjares en los restaurantes de moda, sino el gestor del equipo que está cocinando tras bambalinas y suministra los alimentos; no es aquel cuya esposa acude al salón más costoso, sino que es la dueña del salón; no es el enemigo a combatir, sino el aliado a proteger. Ojalá esto puede entenderse, antes de que sea demasiado tarde.