En los fueros de la justicia, rara vez resulta juzgable una instancia sobre liquidación de honorarios profesionales, introducida por algún jurista abogacil, pero cuando ocurre, entonces el juez apoderado suele llevar consigo un caso de conciencia, tras quedar obligado a ver para aplicar la Ley núm. 302, regente en esta materia, de fecha 18 de junio de 1964, cuando a la sazón el peso oro dominicano tenía paridad con el dólar norteamericano, cuyo valor numismático le permitió ser la moneda de intercambio internacional y calificador de la fortaleza económica de cualquier nación jurídicamente organizada, luego de la segunda posguerra mundial.
De ahí que en la sociedad actual, urge reconocer que el peso dominicano perdió el patrón metal que giraba en torno al oro, por cuya causa cabe advertir que hoy suele cobrar vigencia la dolarización implícita de la economía vernácula, por lo que nuestro signo monetario ha ido devaluándose a ritmo zigzagueante, aunque ha prevalecido la escalada alcista, pese a que durante la presente gestión gubernamental la prima quedó frisada, a razón de cincuenta y cuatro por uno.
Por eso, el anteproyecto legislable, recién depositado en el bicameralismo congresal, iniciativa propia del polémico diputado, doctor Pedro Tomás Botello Solimán, concita inusitada plausibilidad, ya que se trata de un instrumento de política pública que viene a reivindicar la honorabilidad de los juristas abogaciles, a través del mejoramiento tarifario de los honorarios obtenibles, tras prestar los servicios jurídicos requeridos por sus clientes eventuales.
En más de medio siglo, puede percibirse inercia y desinterés atroz en el bicameralismo congresal, respecto a la actualización de las escalas compensatorias de los honorarios de los juristas abogaciles, lo cual permite pensar que quizás los legisladores procuran que los servicios jurídicos demandables por los ciudadanos sean prestados a la vieja usanza, cuando la abogacía era ejercida por gente de alcurnia o de noble abolengo, por cuanto se trató de un ministerio, exento de pago o cobranza, por ser a la sazón una función de alto honor, cuyo cliente beneficiado por gratitud le entregaba al abogado algún obsequio digno de su excelsa investidura.
Empero, desde que la otrora Jurisprudencia pasó a ser una ciencia o disciplina académica, Los profesionales de la abogacía devino en profesión liberal, por cuanto el jurista ejercitante de semejante ministerio o función, tras asesorar, defender o representar ante los tribunales y distintas instituciones estatales a cualquier ciudadano u otra persona, entonces se hizo merecedor del derecho de recibir sus honorarios por los servicios jurídicos prestados.
Aunque en el estado actual de nuestro derecho, la terminología de honorarios sigue vigente, pero se trata de una noción gramaticalizada, por cuanto en la sociedad hodierna dicho concepto adquirió nueva acuñación correlativa, consistente en estipendio, emolumento, compensación, retribución, remuneración, contraprestación o comisión, lo cual dista mucho de un sueldo o salario, ya que el jurista abogacil ejerce una función dotada de finalidad, tal como pudiera ser el bien común, el imperio de la justicia, la pacificación social, la verdad o la libertad, entre otros intereses o valores apreciados por la especie humana.
Tal como quedó sentado, los profesionales jurista abogacil deviene en un profesional acreditado por los estudios universitarios realizados, cuyo trabajo intelectual le confiere determinado prestigio, honor y elevada distinción, debido a que su servicio no suele ser prestado por el mero interés de recibir un pago o cobrar gaje, sino que se trata de un cientista, de una persona letrada o de sapiencia en potencia, y así lucha porque prevalezca el derecho y la justicia en una cualquiera de sus vertientes.
Después de todo cuanto ha sido dicho, cabe apropiarse del discurso fraseológico del jurista Adolfo Parry, en tanto dejó sentado como enseñanza relevante que los honorarios míseros constituyen una degradación de la profesión jurídica. Luego, por ser una ley que data de 1964, acontece entonces que los abogados, en aras de eludir semejante indignidad frente a los servicios prestados, suelen escriturar con sus patrocinados pactos de cuota litis, cuyo contenido convencional consagra estipendios acordes con una economía dolarizada. A resultas de tal situación, hay que votar un nuevo acto legislativo que sea derogatorio del actual estatuto jurídico, pero además debe insertarse una cláusula habilitante para propiciar reajustes periódicos en las tarifas preestablecidas, según fluctúen los baremos macroeconómicos e inflacionarios o cuando la moneda pierda poder adquisitivo.