Por razones de institucionalidad democrática, límites constitucionales, tradición y desarrollo, con contadas excepciones, la categoría de expresidente es una especie de institución respetable que, generalmente, solo asoman -vida pública-, en sociedades desarrolladas, como figuras públicas, mediadores, mentores, líderes o referentes -exitosos, controversiales o desastrosos- de una gestión de ejercicio del poder; o, como el caso excepcional de Gandhi o Mandela, por una aureola -apostolado espiritual-nacional (Independencia de la India) o, de un martirologio ético-revolucionario y paradigma -caso Mandela y Gorbachov- de consciencia sobre el poder y su desapego al mismo. Contrario, con algunas excepciones -Mujica-, en países subdesarrollados y de escasa cultura democrática, los expresidentes, además de “jarrón chino”, no se resisten al continuismo, gravitación e influencia sociopolítica excesiva; o cuando no, a la aspiración eterna bajo múltiples subterfugios y borreguismo partidario de claques y arribistas de toda laya.

Ese lastre histórico-político-cultural contemporáneo quien mejor lo perpetuó fue Joaquín Balaguer -fiel a su trujillismo-caudillismo-; y, en la actualidad, un expresidente y candidato eterno que, en los mismos términos del primero, ha terminado formando su feudo-partido, cuando bien su gravitación política e influencia social podía ejercerla de mejor manera y provecho para el país. Y lo peor es, que, en esa nueva empresa o aventura, le acompañan pseudos “izquierdistas de derecha”, retahíla de “político de la secreta” (en mayoría periodistas) y obtusos.

De los tres expresidentes, en vida, ya sabemos del candidato eterno, del que decidió gravitar -en todo su derecho (2000-2004), sin renunciar a la cultura del dedazo)-; y finalmente, del que pende un señuelo-encanto (2012-2020): su rehabilitación que, aunque jugada política o de justicia institucional, no deja de plantear un cisma o derrotero exponencial, escenario hipotético, sino despeja la encrucijada y jugada política en caso de “decidirse” -vía sus adversarios- de cara a 2024. De ejecutarse, como jugada política, tendrá que marcar la diferencia que lo separa y distingue del candidato eterno. Simplemente o, como desplante cortés, dando las gracias. Y mucho mejor, si fuere el caso institucional -su rehabilitación-, después de 2024.

Y creo, que, de este último, amigo y líder, traído al tapete el caso, ejercer la cortesía y desapego al poder, terminaría, como estoy seguro (en caso contrario, decepción), contribuyendo al país, a la cultura democrática y dejando ese triste papel o rol a quien mejor ha sabido encarnar a Balaguer, su continuismo y su abogado-aliado del “gacetazo” 1978 -tuvo, a pesar de chicanas-fraudes, que entregar el poder, pero se quedó con el control del aparato judicial de entonces-.

Es hora de relevo y de emergencia de nuevas figuras presidenciables -¡que las hay!-. Y también, de fortalecer sistema de partidos y democracia. ¡Hagámoslo!

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