Mares de tinta se han escrito, si es que la virtualidad aún mantiene viva esa metáfora, sobre la sentencia TC/0788/24 del Tribunal Constitucional (TC), que abrió la posibilidad de que entren en la competencia electoral candidatos presidenciales independientes en las próximas elecciones.

Buenos juristas han producido ensayos, auscultaron cada espacio de la pieza y dieron paso a las más variadas interpretaciones de las vías de participación, un posible ataque a ella y han revisado cada detalle de los votos disidentes de los magistrados Army Ferreira y José Alejandro Vargas Guerrero. Se ha revisitado la historia electoral y la inadvertida, o más bien ignorada, presencia del candidato independiente que flotaba como fantasma desde 1962; tesis sobre los límites de su acceso al financiamiento público y la no sorpresiva unidad “monolítica”, de los partidos mayoritarios que, en una suerte del vetusto “esfuerzo concentrado”, pretenden producir una ley que trunque las aspiraciones de verdaderos outsiders, de entusiastas miembros de ONG advenedizos a lo político o independientes de nuevo cuño, renunciantes a fuerzas tradicionales.

De modo enfático, el presidente del Tribunal Constitucional, Napoleón Estévez Lavandier, en su rendición de cuentas señaló: “aquí es preciso destacar que el Tribunal Constitucional no creó la figura de las candidaturas independientes, sino que ajustó la redacción del texto legal impugnado al principio de razonabilidad”.

Aunque tiene razón, y la historia lo demuestra, parecería que los argumentos jurídicos fundamentados en “elegir y ser elegidos”, no resultan suficientes para la consolidación de una democracia liberal e imperfecta pero que efectiva para librarnos de los dolorosos episodios que han vivido muchas naciones de Las Américas. Aunque a algunos les cueste tragarlo, le debemos la estabilidad del país a una clase política en capacidad de construir consensos (pactar, para ser menos poético).

Pero la ley es la ley y una sentencia de esta alta corte lo es: “dura lex, sed lex”. Ya los políticos, los no independientes que dominan el Congreso, producirán el cerco legal que les sea conveniente. Poco importa que no estemos de acuerdo y convencidos de que el mecanismo para participar son los partidos y que la sociedad civil no está para dirigir, al menos “la cosa pública”. Lo que no advierten los audaces actores de la democracia, es el poderoso enemigo común que de manera silente los desafía: la abstención.

Las últimas ocho elecciones presidenciales y congresuales, presentaron una abstención del 23.15% en 1996; 27.16% en el 2000; 27.17% en 2004; 29.85% en el año 2008; 29.75% en el año 2012; 31% en el año 2016; 44.71% en el año 2020; y 46% durante el año 2024.

Algo falta explicar: ¿Por qué 34 partidos no pudieron motivar la votación de miles? En sistemas políticos donde la ciudadanía percibe a los partidos establecidos como corruptos o ineficaces, los independientes pueden movilizar a sectores que de otro modo optarían por abstenerse.

¿Podrá algún outsider criollo motivar una mayor participación electoral al generar un sentido de renovación y esperanza en el sistema democrático?

Por: Luis Cordova

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