No sé porque, cada cierto tiempo, suelo volver sobre un libro, para mí ya un clásico: “El fin del poder” -2013- de Moisés Naím. Una suerte de síntesis o esbozo universal sobre la evolución política, cultural, diplomática, comercial, demográfica, burocrática, científica, tecnológica y de la comunicación; y de cómo, el poder -esa categoría universal- otrora concentrado en grandes centros hegemónicos, hoy se ha fragmentado y hasta, incluso, “piratas” y “ciberdelincuentes” -de la internet, los mercados, trata de blanca, inmigración irregular, narcotráfico y redes sociales- han tomado nichos del poder tal cual lo conocíamos hasta hace dos o tres décadas.

Una panorámica, bastante ilustrativa, de esa génesis-cartografía y el estado actual del poder -como categoría histórica u geopolítica, es esta-: “Después de la Segunda Guerra mundial, vivimos una oleada de innovaciones políticas para evitar otro conflicto de esa magnitud. El resultado fue la creación de las Naciones Unidas y toda una serie de organismos especializados, como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que cambiaron el mapa institucional del mundo.

Ahora está fraguándose una nueva oleada de innovaciones, incluso de mayor envergadura, que promete cambiar el mundo tanto como las revoluciones tecnológicas de los últimos dos decenios. No empezará desde arriba, no será ordenada ni rápida, resultado de cumbre o reuniones, sino caótica, dispersa e irregular. Pero es inevitable.

Empujada por los cambios en la manera de adquirir, usar y retener el poder, la humanidad debe encontrar, y encontrará, nuevas fórmulas para gobernarse”.

Creo que esa descripción -2013- de Naím ya es una realidad hoy día, pero lo que he observado es que no ha habido una correspondencia, a nivel de liderazgo mundial o regional, que haya captado y creado consenso lo suficientemente sólido como para procurar una sinergia o agenda universal-regional que canalice esa inevitable tendencia global -el coronavirus lo evidenció-; y por lo contrario, lo que se observa es una estrategia dispersa e individual de cada potencia, o bloque de ellas, por el control, la expansión comercial e impostura del “poder blando” .

En el micro o reducido espacio político-diplomático en que he podido trabajar y aquilatar algunas experiencias u observaciones, y, para peor, constatar esa tendencia, incluso, en nuestro propio hemisferio que es, quizás, el que más refleja, de manera sutil o abierta, esa dispersión e interés de control por razones geopolíticas, rasero-superioridad económica-diplomática, o asociación regional corporativa; o no pocas veces, a partir de ciertos celos en la perspectiva de liderazgo regional. A ello se suma, que, de nosotros mismos, surgen cautelas en asumir visibilidad internacional -sobre algunos aspectos o ventajas nuestras- que más que mal, nos harían bien. O al menos, nos depararía fortaleza regional.

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