En tiempos de Jesús existían en Israel los llamados fariseos, que eran quienes tenían el control oficial de la religión y del respeto a las leyes. Ellos, los fariseos, eran la representación de la autoridad religiosa de entonces y muchos se preguntan por qué Jesús no se apoyó en ellos para desarrollar su trabajo evangelizador.
Los fariseos eran los que dominaban todo el aspecto religioso en Israel en los tiempos de Jesús. Ellos estaban ligados al poder y su máximo representante, el Sumo Sacerdote, era la figura principal del Sanedrín, la asamblea que reunía a todos los sabios de la fe de ese momento. Ellos nunca creyeron que Jesús era el hijo de Dios y el Mesías enviado para salvar a la raza humana. Y fueron ellos quienes impulsaron que los romanos le crucificaran.
Los fariseos siempre atacaban a Jesús y en todo momento, hasta su crucifixión, ellos enfrentaban su ministerio y sus acciones. Jesús combatía a los fariseos porque veían la forma de la fe, la envoltura de Dios y no su contenido, es decir que perdían de vista lo esencial que, como muy bien dijo Jesús, es invisible a los ojos humanos. Eso es lo que explica por qué el hijo de Dios usó como discípulos a doce hombres “comunes y corrientes” de Israel, que no tenían títulos religiosos, que no eran parte de la estructura de dominio de Israel, que no eran fariseos, ni gente de alcurnia, ni de influencia en la sociedad de entonces.
Jesús usó a doce hombres sencillos, pescadores, cobradores de impuestos, trabajadores de la calle, y a ellos los transformó y les dio la honra de convertirse en “pescadores de hombres y transformadores de la humanidad para alcanzar el camino de la vida eterna”. Hay un pasaje de la Biblia que narra una situación donde muestra claramente el por qué Jesús no tomó a los fariseos como los soportes de su trabajo en la tierra.
En el capítulo 15 del evangelio de Mateo se narra que estando Jesús junto a una multitud de personas que lo aclamaban y tocaban el borde sus vestiduras para buscar sanación, se le acercó un grupo de fariseos para llamarle la atención porque sus discípulos estaban violando la tradición “pues no se lavan las manos cuando comen el pan” (Mateo 15:2). Ante eso, Jesús levantó su voz ante la multitud y dijo: “Oid y entended: no es lo que entra a la boca lo que contamina al hombre; sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre”. (Mateo 15:10-11).
Y para ser más preciso le explicó a sus discípulos lo siguiente: “¿No entendéis que todo lo que entra a la boca va al estómago y luego se elimina?. Pero lo que sale de la boca proviene del corazón, y eso es lo que contamina al hombre. Porque del corazón provienen malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios y calumnias”(Mateo 15:17-19).
Por esa enseñanza de Jesús debemos tener mucho cuidado de lo que sale de nuestros labios en contra de los demás, porque lo que sale de nuestra boca viene directo de nuestros corazones y expresa nuestros verdaderos sentimientos. Nunca sembremos odio con nuestras palabras porque eso es lo que tienen nuestros corazones.
En estos tiempos donde todo se resuelve con violencia y odio contra los demás, debemos saber llenar siempre nuestros corazones de amor, no dejar que el odio ni la violencia se anida en nosotros, no permitir nunca que nuestros corazones se llenen de sentimientos de venganza y de animadversión contra los demás, pues eso se reflejará en todo lo que hablemos. Y peor aún: podría llevarnos a actuar de manera violenta en contra de nuestro prójimo. Recordemos siempre al apóstol Pablo cuando en Colosenses 3:14 no dice: “Por encima de todo, vístanse de amor, que es el vínculo perfecto”.
Y aprendamos de Jesús. Llenemos nuestros corazones de amor y de perdón, así nuestra palabras llevarán lindos mensajes de paz, de consuelo, de misericordia, de sanidad y de buenos sentimientos. Nunca olvidemos lo que dijo Jesús en Mateo 12:34:”…de la abundancia del corazón habla la boca”.