Si, respondería la mayoría. Una familia que sobrevive con un ingreso ligeramente por debajo de la línea de pobreza, al recibir un ingreso adicional de algún familiar que trabaja en el extranjero, acumularía un ingreso total probablemente superior al que marca la línea de pobreza. Lo mismo tenderíamos a responder con la ayuda oficial que los países ricos proveen a los países pobres: mientras mas ayuda provean, más rápido se reducirá la pobreza y se desarrollarán los pueblos de las geografías pobres del mundo.
Así pensaba la mayoría de los economistas hasta que, en 1972, Peter Bauer, uno de los más importantes economistas del desarrollo, mostró, con decenas de ejemplos, que la ayuda oficial, en vez de acelerar el desarrollo económico de las naciones, lo estaba penalizando. Bauer sostenía que los gobiernos de los países ricos contribuirían más con los de los países pobres si en vez de donar millones de dólares, los convencían sobre los beneficios de proteger los derechos de propiedad y promover el libre comercio. El consenso actual es casi universal entre todos los que se dedican a observar la data sobre la relación entre la ayuda oficial y el desarrollo económico. Tres década más tarde (2003) William Easterly, analizó el impacto de la ayuda oficial en el mundo en desarrollo. Sus resultados validaron los postulados de Bauer. Mas recientemente, la economista zambiana Dambisa Moyo ha sostenido que la ayuda de gobierno a gobierno ha sido perjudicial para Africa, por lo que debería ser descontinuada.
Sostiene que más de un trillón de dólares han sido aportados como ayuda a los países pobres y nada ha mejorado. Moyo indica que la ayuda ha perpetuado la dependencia y la pobreza, alimentado la corrupción, y sostenido una gobernabilidad mediocre. Moyo pide sustituir la ayuda por financiamiento y derribar las barreras que limitan la inversión privada nacional y extranjera. Pocos países de nuestra región han recibido más ayuda que Cuba y Haití. ¿Han contribuido los miles de millones de dólares de ayuda a promover el desarrollo de nuestros dos vecinos?
Alguien podría argumentar que las remesas son diferentes pues constituyen una ayuda de un privado a otro; el Gobierno no interviene. La observación tiene sentido. Pero también lo tiene el argumento que cataloga las remesas como una variante de la enfermedad holandesa (“Dutch disease”) identificada por la revista The Economist en 1970. Un influjo permanente de dólares no generados por la economía internamente sino por el trabajo realizado en el exterior por emigrantes, tiende a mejorar las cuentas externas de manera artificial y a apreciar el valor de la moneda local en relación al que prevalecería en un escenario libre de remesas. La apreciación de la moneda desalentaría las exportaciones, limitando el crecimiento de la economía y, en consecuencia, el ingreso de la población. Las remesas, desde esta perspectiva, operarían como una barrera contra las exportaciones, el crecimiento económico y el desarrollo de la nación.
¿Podemos llegar a alguna conclusión? Dejemos, como hizo Bauer, que la data hable. ¿Qué podemos decir sobre la afirmación de que la rápida reducción de la pobreza que ha tenido lugar en República Dominicana a partir del 2014 tiene su origen en el aumento de las remesas? La pobreza se ha reducido de 39.6% en el 2014 a 22.8% en el 2018, es decir, en 16.8 puntos porcentuales. Las remesas, por su parte, han subido de 6.8% del PIB en el 2014 a 7.6% en el 2018. A simple vista, cualquier economista respondería que la caída dramática de la pobreza que ha tenido lugar en el 2014-2018 tiene su origen en otros factores más determinantes: el elevado crecimiento económico con estabilidad, el aumento del empleo, al incremento acumulado del salario real y el aumento considerable del financiamiento que se ha concedido a sectores de bajos niveles de ingresos que, hasta el 2012, sólo tenían acceso al créditos provistos por usureros, prestamistas y, en el mejor de los casos, por entidades privadas especializadas a tasas de interés reales relativamente altas que promovían la microempresa de subsistencia, no así, la microempresa de acumulación. Si las remesas fuesen las determinantes del nivel y la variación de la pobreza en el país, alguien tendría que explicar el porqué entonces, en los años 2003 y 2004, en los cuáles las remesas alcanzaron el 12.1% y el 11.8% del PIB, respectivamente, la pobreza, en vez de bajar considerablemente, subió a 41.1% y 49.5%, los niveles más elevados de los últimos 19 años. Si le preguntan a James Carville, respondería: “es el crecimiento con estabilidad, estúpido”.
Si nos movemos a otros países receptores de remesas, tampoco llegamos a la conclusión de que las remesas constituyen una de las causas de las riquezas de las naciones identificadas por Adam Smith en 1776 o uno de los determinantes del progreso de las naciones identificados por Daron Acemoglu y James Robinson en 2012. El Salvador registró sus mayores ingresos de remesas, 21.7% del PIB, en 2006-2007, años en que la pobreza osciló entre 49.1% y 48.3; en el 2018, con niveles de remesas ligeramente más bajos, 20.7%, la pobreza fue mucho menor: 34.5%. En el 2015-2018, se observa, sin embargo, una relación que llevaría a muchos a pensar que la baja de la pobreza en El Salvador en el 2015-2018 ha sido explicada por el fuerte aumento de las remesas. En Guatemala tampoco se observa que las remesas cercanas a 10% del PIB han logrado reducir la pobreza, la cual se mantiene en la vecindad del 50%. Honduras por igual. A pesar de que las remesas subieron de 17.7% a 18.6% del PIB entre el 2016 y 2017, la pobreza aumentó 5.4 puntos porcentuales.
¿Acaso los países que reciben más remesas de la región son los que exhiben menores niveles de pobreza? Las informaciones más recientes (circa 2018) indican lo contrario. Los menores niveles de pobreza se verifican en los países con menores ingresos por remesas (Uruguay, Chile, Panamá, Costa Rica, Perú y Brasil).
Evitemos que la afiliación o preferencia política nuble la necesaria objetividad con que debemos analizar la dinámica del progreso económico de la nación. Devaluamos la imagen de nuestra profesión cuando, influenciados por nuestras preferencias políticas y nuestro afán de desmeritar los logros del contrario, hacemos afirmaciones y planteamientos que no pueden ser soportados por algo tan sencillo y visible como la data disponible.