Si hay un género literario que me fascina y por el cual, según avanzo en edad, me decanto, es precisamente por el biográfico o de memoria-testimonio ya en primera persona -autobiografía- o de la maestría que el género exige, preferiblemente de biógrafos excepcionales o clásicos: Stefan Zweig, Emil Luwig, Margarita Yourcenar, Plutarco; y por supuesto, Nicolás Maquiavelo y Cayo Suetonio Tranquilo que, aunque no del todo fiable (por “escabroso”, “oscuro”. “anecdótico” y descriptivo), deja perplejo y brumado a cualquiera por lo que narra y delata de unas vidas –las de doce Césares- que más que historias, destilan complejidades humanas a veces asqueantes, a veces crueles e inhumanas. Y en el caso nuestro, si de biógrafo u autobiografía-testimonios hablamos, sobresalen, para mi gusto: Juan Bosch (“Judas Iscariote, el calumniado”) y Rafael Molina Morillo (“Mis recuerdos imborrables”). ¡Dos joyas!
Y no resulta fácil el oficio de biógrafo o cronista –en cualquier época- pues si hay empeño, genialidad y el compromiso de auscultar mas allá de la aureola pomposa o adulación que casi siempre acompaña las vidas de los hombres que trascienden, entonces, se accederá a un cuadro-relato aproximativo, primero, del personaje y su época; y luego, de su obra, personalidad, gloria, vicisitudes, debilidades, excentricidades o extravagancias. Y ni logrando esa aproximación científica y humana, escapa, el biógrafo esmerado y atento, a los intereses, deudos y seguidores -ocultos o confesos- de quienes fueran, en algún momento de la historia nacional u universal, depositario de poder, idolatría, fanatismo o de simple actos macabros.
Por ello –y por poner dos ejemplos-: Nicolás Maquiavelo sufrió, en vida, caída y castigo; y Cayo Suetonio Tranquilo, subida y bajada. Cierto que ambos se extralimitaron (o se excedieron), uno en sumisión (Maquiavelo) y el otro (Suetonio), en confianza. Pero no hay duda de que ambos, también, nos legaron secretos, recursos-técnicas (en el caso del florentino) y detalles que hoy todavía nos ilustran e informan del lado humano y perverso de que está hecha la condición humana aun vestida-investida de poder y gloria, o de la intrascendencia pública-ciudadana en la que transcurrimos todos los mortales sin distingo de raza, credo, abolengo o preferencias política-ideológicas.
Finalmente, el poder, en todos los tiempos, tiene sus encantos y desgracias; y casi siempre trae aparejado el sabor agridulce de la gloria y la asechanza. Así lo confirman, con espantosa parsimonia y sin ahorro de detalles, dos clásicos: El Príncipe de Maquiavelo y Las vidas de los doce Césares de Cayo Suetonio, aquí citados.
O más doloroso: contemplar -absorto-atónito- un derrumbe político-generacional…