En un reciente libro, Juan Carlos Monedero nos dice que “el lenguaje condiciona y, a veces, incluso determina nuestra visión del mundo”. Y en efecto, las clases dominantes a la largo de los siglos siempre han utilizado el lenguaje para propagar sus ideas, para imponer su visión del mundo, para condicionar a la sociedad, para imposibilitar que la gente pueda pensar críticamente. Por eso, nos lo recuerda Monedero, George Orwell, en su obra 1984 nos refiere cómo el Gobierno para controlar impone la neolengua, en un intento de condicionar el pensamiento de los ciudadanos.
La reflexión que precede la traigo a colación porque desde hace un buen tiempo observo que en las industrias y comercios dominicanos han desaparecido los trabajadores. ¿Cómo? No es una broma. Los empresarios hablan ahora de colaboradores, expresión que cada día va ganando terreno en los medios de comunicación y, por tanto, en la opinión pública.
Colaborar es “trabajar con otra u otras personas en la realización de una obra”, y desde la óptica gramatical se podría decir que el trabajador es un colaborador, pero al usarse esta expresión se oculta la verdadera naturaleza de esta colaboración, y es la de que esa colaboración se practica bajo la subordinación y dependencia de un jefe, y de un jefe que concentra en sus manos el poder de legislar, ejecutar y sancionar.
Con este lenguaje se oculta la realidad de lo que realmente sucede en una empresa. Se condiciona al trabajador para que piense que es parte intrínseca de una comunidad, para que desaparezca en su conciencia su condición de asalariado, para morigerar la solidaridad entre compañeros y para hacerle, finalmente, olvidar su compromiso y lucha por mejores condiciones de trabajo.
Desde luego, lo que no se dice en este nuevo lenguaje emanado de la corriente neoliberal es que tiene su origen en el pensamiento de la Alemania nazi cuando se propagó la idea de que la empresa era una comunidad organizada y jerarquizada en que su jefe y el personal colaboran en la consecución de un objetivo económico.
El funcionamiento de esta colectividad reposa en los poderes detentados por su jefe y en los derechos que se reconocen a sus colaboradores: el primero, dispone de estos poderes debido a las responsabilidades que asume, pues se encarga de asegurar la producción y distribución de los bienes y corre el riesgo de la explotación; a los segundos se les otorgará derechos que limitarán las prerrogativas de aquel, para garantizar el bien común de sus miembros.
La teoría, que hace énfasis en el elemento humano de la empresa, que defiende una supuesta solidaridad entre sus miembros, nos dibuja una colectividad idílica que no refleja la realidad, pues los trabajadores no se sienten miembros de una comunidad porque son contratados y despedidos discrecionalmente por el empleador; que organiza unilateralmente el funcionamiento de la empresa sin rendirle cuentas a su personal; que recibe exclusivamente los beneficios que genera; y que goza de poderes por ser el dueño del capital, sin que el resto de la comunidad se los haya otorgado.
Es una pura ficción, completamente alejada de la realidad, pero utilizada por el neoliberalismo para apaciguar el espíritu de lucha de los trabajadores, para hacerles soportar mejor su condición de clase, para modelar su conducta y evitar que hablen en un lenguaje diferente al que impone la supuesta comunidad.
Como lo explica Juan Carlos Monedero, en su obra Política para indiferentes, con el lenguaje se modela la sociedad, toda la vida social, pues se propagan las ideas y se nominan las cosas para apropiarse de ellas o para frenar su fuerza transformadora.
Este impresionante condicionamiento del pensamiento por el uso distorsionador del lenguaje lo vemos a diario, cuando en los noticieros oímos hablar de daños colaterales para referirse a los civiles muertos en una guerra; de alivio fiscal para justificar las rebajas de impuestos a las grandes fortunas; flexibilización laboral para aludir a la precarización del trabajo; desvinculación para mencionar un despido o la pérdida del empleo; tasa de crecimiento negativo en vez de recesión; economía de mercado en vez de capitalismo; paraísos fiscales, en vez de guaridas fiscales; y amnistía fiscal para enmascarar un privilegio para los defraudadores.
Se hace, pues, necesario un esfuerzo para llamar a las cosas por su nombre, para evitar ocultar la realidad con el lenguaje, y entender que la empresa, aunque sea una organización, no puede ser calificada como una comunidad de intereses en la que se agrupan beatíficamente un conjunto de colaboradores. Esta es una realidad heterogénea en la que concurren derechos e intereses contrapuestos, con un jefe y subordinados, obligados a cumplir y obedecer los mandatos e instrucciones de aquel, pues de lo contrario perderán su empleo.
Trabajadores y dueño no están en un mismo plano de igualdad. No nos dejemos embaucar. La subordinación es la característica esencial de una relación de trabajo.