Tal parece que la política social del gobierno se reduce a solo dos palabras: escándalo y corrupción. Lo digo porque hace apenas unos meses la prensa denunciaba que en el programa Supérate las tarjetas bancarias de los beneficiarios habían sido clonadas y que el fraude alcanzaba a la astronómica cifra de cuarenta millones de pesos, lo que provocó que miles y miles de hogares pobres no pudieran recibir su subsidio y que los pulperos de los barrios pobres fueran acusados de ser los cómplices del delito electrónico.

Mientras la ciudadanía aguardaba conocer lo realmente sucedido, que muy probablemente contó con la participación de personas allegadas al programa, en una investigación periodística para televisión revelaba otro escándalo, esta vez relacionado con un plan social que en el mes de diciembre pasado se dedicó a pintar las humildes viviendas de sectores carenciados de la ciudad capital. Todo apunta a que la pintura llegó a manos diferentes de los potenciales beneficiarios y que su adquisición y distribución sirvió para engordar la faltriquera de unos cuantos vivos.

Y, ahora, a principios de esta semana un diario nacional nos informa que las tarjetas del bono navideño por un valor de 1,500 pesos que debieron ser distribuidas en un ochenta por ciento por el programa Supérate y en un veinte por ciento por iglesias, congregaciones, gobernaciones, alcaldías y legisladores no llegaron a su destino, y el desorden es de tal naturaleza que no se sabe a manos de quiénes han parado 57,900 tarjetas por un monto de 86 mil 850 pesos, que cuatro alcaldías y trece instituciones públicas afirman no haberlas recibidas.

Si ese es el cambio prometido en la campaña electoral estamos en reversa, pues hemos vuelto a las políticas clientelares de ayuda discriminada a favor del enriquecimiento de unos pocos y en perjuicio de las mayorías necesitadas. Hemos regresado a los escándalos de los vales que entregaba Industria y Comercio para comprar gas, a los bonos para pagar el inicio de una vivienda, a las facilidades para adquirir un automóvil para el trabajo que solo sirvieron para hacer negocios y favorecer unos pocos funcionarios.

Cuando en el año 2004 se constituyó Solidaridad se hizo precisamente con la finalidad de terminar con estas políticas clientelares y para tales fines, con la ayuda de organismos internacionales se procedió a establecer un programa de transferencias condicionadas, en el cual se entregaba un subsidio a un hogar pobre del país a cambio de que los hijos de la familia en edad escolar asistieran a la escuela y obtuvieran en sus notas un promedio no menor a ochenta y de que sus beneficiaros se adscribieran a las unidades de atención primaria para recibir las atenciones médicas preventivas. El objetivo perseguido era vencer el círculo vicioso de la pobreza y de que los hijos de estos hogares, con educación y salud pudieran lograrlo.

Naturalmente, había que evitar las tentaciones, que la costumbre del pasado desviara el programa, y con tales fines Solidaridad se concibió sobre la base de tres departamentos coordinados por la Vicepresidencia. Uno se encargó del programa en sí, esto es, de tener el contacto permanente con los usuarios de la tarjeta; el segundo se dedicó exclusivamente a reclutar y supervisar los colmados de los barrios que intervendrían en el programa; y el tercero, el Sistema Único de Beneficiarios (SIUBEN) se dedicó a realizar las investigaciones de lugar para identificar, conforme a un programa de Naciones Unidas, a los hogares pobres del país.

Las tarjetas jamás estuvieron en manos de gobernadores, legisladores, alcaldes o ministros. Identificado el titular de un hogar pobre, la banca nacional se encargaba de confeccionarle una tarjeta de débito, respaldada por Visa, y posteriormente, los funcionarios bancarios se encargaban de entregarla en reuniones que eran convocados por los enlaces de Solidaridad. Cada mes, sin fallar, el usuario iba a uno de los colmados de su barrio, participante en el programa, y allí adquiría sus alimentos.

Ocho años después cuando salíamos del gobierno estábamos preparados para que el programa fuera asumido por un Ministerio, y dejamos un proyecto de ley para que el futuro gobierno transformara Trabajo en el Ministerio de Trabajo y Protección Social.

No se hizo, tal vez porque la vicepresidencia continuó en la coordinación del programa, pero hoy que ya no lo está, pudo procederse a su institucionalización. Lamentablemente, no solo no se ha hecho, sino que en adición se está desmembrando, pues acaba de publicarse un decreto del presidente de la República que ordena colocar al Sistema Único de Beneficiarios (SIUBEN) bajo la tutela del Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo.

Prueba fehaciente de que las actuales autoridades no entienden lo que debe ser una política de protección social, tal como la ha definido la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en una recomendación de 2012, aprobada en la Conferencia de ese año que tuve el honor de presidir. Sería conveniente que la leyeran.

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