Nunca como hoy -ante lo que estamos viendo- el país necesita una ley de extinción de dominio, en mi opinión, focalizada en recuperar bienes públicos obtenidos bajo el amparo del ejercicio de funciones públicas; pero respetando, como ha observado el joven abogado Nassef Perdomo Cordero, lo que son principios universales como la no retroactividad de las leyes y evitando, a toda costa, el populismo político tan de moda. Y, sobre todo, garantizando el debido proceso y la presunción de inocencia hasta prueba contrario, en juicio oral y contradictorio. Por ello, hay que estar claro sobre el principio universal de que ninguna ley puede surtir efecto retroactivo sino para beneficio del que está sub judice, y siempre será para el porvenir; jamás para desconocer o anular derechos adquiridos.
Entonces, hay que cuidar algunas aristas sobre derechos que nuestra Constitución ya consagra; aunque esa consignación no implica que, porque “sea constitucional no significa que su contenido escapa al análisis constitucional” a la hora de legislar y promulgar una ley, pues podría darse el caso que queriendo hacer justicia sobre actos presumiblemente dolosos caigamos en generalizaciones o sobreabundancia innecesaria de sanción a delitos que ya están tipificados en nuestro Código Penal, aunque referido a casos generales. De ese doble o contradictorio ejercicio judicial debemos cuidarnos.
Pero sí, se hace necesaria una ley sobre extinción de dominio para los fines ya expuesto y no desde la perspectiva general ni muchos menos para conculcar derechos consagrados en nuestra constitución en aras de un pernicioso populismo judicial. Si especificamos al respecto, muy probablemente en lo adelante, porque el corrupto lo será en cualquier régimen o gobierno, solo hay que mirar el caso de China donde existe la pena de muerte por la comisión de actos de corrupción y aun así se cometen. Igual, en otros países, con el caso de tráfico y abuso de sustancia prohibidas (drogas).
De modo, que hay que desterrar la cultura de que se puede ir a ejercer una función pública sin rendición de cuentas ni consecuencias. Ahí estamos más que de acuerdo e identificados. El ejercicio de la política y el poder no puede ser para delinquir, sino para servir e impactar, con políticas públicas, programas sociales e iniciativas públicas-privadas inclusivas, la vida de los ciudadanos.
Ahora, la pregunta del millón es: ¿Qué diablo e intereses impiden, en el Congreso, la aprobación de una ley que, en lo adelante, le devuelva al pueblo lo robado y que inhabilite a los culpables a puestos públicos o de elección popular?