A medida que la humanidad ha ido avanzando en el proceso de organización sociopolítica hasta situarse bajo el resguardo del Estado de derecho, sea en versión legalista o constitucional, resultó entonces necesaria la división social del trabajo, tanto en la esfera privada como en el ámbito oficial, lo cual dio pábulo a la tecnificación profesional de la empleomanía en general, así como en la gestión experta del talento laboral calificado, ora para gerenciar los servicios entre particulares, o bien en aras de administrar los negocios propios de la cosa pública, con miras a propiciar el bienestar común en la sociedad estratificada.
En la sociedad ochocentista, cuando Max Weber quiso erigirse en el precursor de la carrera administrativa de origen germánico mediante burocratización tecnocrática, fue necesario entonces incluir en semejante línea discursiva el sistema de la meritocracia, por cuanto en el Estado de derecho resultaba imperativo dejar atrás en la empleabilidad estatal los criterios espurios, tales como riqueza oligárquica, abolengo nobiliario, excelencia aristocrática, cooptación o reparto del botín político, en busca de eficientizar el servicio público.
Frente a dicho enfoque descriptor, la meritocracia ha solido verse como garantía, ideología, paradoja y hasta ha sido percibida como tiranía, pero haciendo acopio integrador en torno a semejante metodología cabe entenderse que este sistema sociopolítico procura ante todo que la empleomanía estatal sea escogida sobre la base de los méritos individuales del eventual servidor público, entre los cuales hay criterios definitorios, tales como idoneidad técnica, competencia cognoscitiva acrisolada, formación académica u otras virtudes profesionales o morales del sujeto participante en el concurso para ingresar a la carrera administrativa.
En puridad, puede decirse que la meritocracia encuentra el ejemplo paradigmático en el sistema de carrera de la magistratura judicial, donde el jurista aspirante a ingresar a la judicatura debe superar el riguroso proceso de escrutinio de las credenciales académicas sobre los estudios realizados en grado y posgrado, pasando luego a la fase del diagnóstico psicométrico, a fin de verificar si muestra la debida inteligencia emocional para ser juez, en tanto que tras de sí habrá de continuar con las pruebas oral y escrita ante el jurado evaluador, culminando entonces con la entrevista de los letrados participantes que salieron airosos del concurso opósito, cuyos méritos acumulados les permitirán recibir la esmerada formación propia de la función demiúrgica de administrar justicia.
Antes de haberse aprobado la Ley núm. 327-98, sobre carrera judicial, de fecha 11 de agosto de 1998, el ingreso de todo jurista a la judicatura era regido por el sistema de cooptación, libre elección o reparto del botín político, pues la organización proselitista de encuadramiento colectivo recipiendaria de la partidocracia, tras resultar triunfante en el torneo electoral de cada cuatrienio, a través del Senado de la República, obtenía la prerrogativa para designar los integrantes de la magistratura jurisdiccional, en cuyo proceso la meritocracia era vista con ojeriza visceral.
Entre hecho y derechura, huelga decir que el estatuto vigente de la magistratura judicial, impregnado del constitucionalismo social, democrático y de derecho, tras reiterar la abolición de los títulos nobiliarios, dejó fijada como única diferencia interpersonal, aquella resultante de sus talentos o virtudes, por lo que la meritocracia le confiere a cualquier jurista, investido de la pertinente credencial universitaria, igualdad de oportunidades para ingresar al sistema por el primer peldaño que es la justicia de paz, con dos años de graduado y dotado de exequátur profesional, siempre que concurse y logre aprobar los programas de estudios de la Escuela Nacional de la Judicatura.
Desde la justicia de paz, la meritocracia le permite al juez mediante el sistema de escalafón judicial acceder a las distintas categorías jurisdiccionales, cuyas variables promocionales pueden calibrarse a partir de los méritos profesionales acumulados y las virtudes ético-morales, capacitación continua, antigüedad general en servicio judicante, en la posición distrital o departamental, estudios de posgrado, producción bibliográfica, docencia universitaria y rendimiento medible por la evaluación del desempeño anual.
A guisa de colofón, urge traer a colación que la meritocracia estatutaria ha establecido que las tres cuartas partes de los aspirantes a la Suprema Corte de Justicia deben ser escogidos de los jueces de carrera, pero en dicha selección suele prevalecer el criterio de la partidocracia, aunque la incidencia determinante le corresponde al partido de turno en la administración del Estado.