De nuevo, la temática electoral ha vuelto a cobrar tendencia mediática, a raíz de la sentencia del Tribunal Superior Administrativo (TSA), emitida el último día de junio de 2021, cuyo contenido nulificó la resolución de la Junta Central Electoral (JCE), dictada para calificar a los partidos políticos como mayoritarios o minoritarios, acto unilateral que fue impugnado ante la jurisdicción previamente señalada, tras considerarse contrario a la garantía relacionada con el debido proceso de legalidad constitucional, por cuanto la membrecía casi completa del sistema partitocrático invocó la violación del principio de favorabilidad, consagrado en el inciso cuatro del artículo 74 de la Constitución.
Como el jurista propende a ser tributario de la prudencia, conviene entonces procrastinar cualquier opinión jurídica acerca de la sentencia emitida, hasta tanto pueda adquirir la autoridad de cosa irrevocablemente juzgada. Ahora bien, nada impide ver en esa decisión judicial una muestra evidente de cómo la justicia electoral ha ido descentralizándose, a tal punto que dejó de estar bajo el control omnímodo de la JCE, cuyos actos administrativos de antaño eran rara vez impugnados.
A modo de recapitulación histórica, valga traer a colación que la Junta Central Electoral entró en la estructura organizativa del Estado mediante la Ley núm. 5335, de fecha 27 de agosto de 1913, cuya finalidad quedó truncada, tras la intervención norteamericana de 1916, pero en víspera de la tercera república otro acto jurídico, emitido el ocho de marzo de 1923, retrotrajo dicho órgano a la vida institucional del país para entonces dotarlo de rango sustantivo en la reforma constitucional de 1924, cuando de ahí en adelante asumió absoluto control de la justicia electoral.
Antes de la existencia de semejante órgano de derecho público, la organización administrativa de los procesos comiciales estuvo a cargo de los Jueces de Paz, cuya nomenclatura institucional quedó acuñada en ese entonces como Alcaldes Constitucionales de Comuna, pero los conflictos electorales eran dirimidos ante la justicia ordinaria, por cuanto el constituyente vernáculo quiso ponerse a la vanguardia, tras crear la Junta Central Electoral para que permanentemente asumiera tales funciones estatales.
Pese a la creación temprana de la JCE, no fue, sino desde 1965 en adelante, tras la firma del acta institucional, seguido del retiro de las tropas norteamericanas, cuando se celebraron consuetamente elecciones dotadas de relativa libertad y pluralismo democrático en espiral ascendente, sin soslayar la primera consulta comicial postrujillo, acaecida en 1962, por ser plusmarca en esta materia, pero luego de la archiconocida contienda bélica quedó forjada la fisonomía jurídica de semejante órgano constitucional.
Así fue como la Junta Central Electoral quedó empoderada de las funciones gerencial y arbitral de los procesos comiciales hasta el treintiuno (31) de diciembre de 2002, cuando vino a ser dividida en Cámaras Administrativa y Contenciosa, pero de todas formas en el fuero de semejante poder seguía existiendo concentración atributiva, por cuanto habría cabida para ser juez y parte interesada, por cuya razón a la justicia electoral le resultaba casi imposible reivindicar los derechos y garantías propios de los actores y legítimos contradictores, debido a las falencias consubstanciales del sistema imperante.
En efecto, las estadísticas rendidas sobre esta materia dan cuenta que en gran medida las acciones litigiosas llevadas ante la Cámara Contenciosa de la JCE eran declaradas inadmisibles, ora por preclusión o carencia de objeto. Luego, cuando algunos de semejantes casos ameritaban la atención de la Suprema Corte de Justicia rara vez recibían fallos adecuados, ya por incompetencia, o bien por inercia interna, debido a la carga de trabajo acumulada, sin descartar otra razón baladí, hasta el punto de que el Tribunal Constitucional, tras decidir una de tales casuísticas, pudo determinar denegación de justicia, según sentencia TC 013/12, pero dicha causa corrió la suerte de la inadmisibilidad, por haberse sumado una década de inactividad procesal.
Aun cuando la estructura vigente de la justicia electoral esté lejos de constituirse en una panacea, pero cabe concluir que la descentralización permite tutelar las garantías mínimas del debido proceso de legalidad constitucional, por cuanto existe controlabilidad de los actos calificables como arbitrarios, torticeros o contrarios a los intereses legítimamente protegidos, poco importa que sean administrativos o judiciales, cuya impugnación puede llevarse ante el Tribunal Superior Electoral, ante el TSA e incluso ante el Tribunal Constitucional mediante la consabida vía jurídica de la revisión.