Ana se levanta bien temprano a preparar sus muchachos para que estén presentables en la escuela, así no podrán decir que los hijos de la salonera andan mal puestos. Después de adelantar la comida, abre su negocito de belleza instalado en la marquesina de su pequeña vivienda que ha ido equipando de a poquito, a fuerza de préstamos, sanes, ahorros y mucho esfuerzo. Entre los afanes de secadores, tintes y champús, trabaja sin horario porque no es mujer de acomodarse y debe echar adelante su familia.
José aún no se ha levantado, el pobre no ha tenido mucha suerte para conseguir trabajo y cuando lo hace, no le duran. A veces la ayuda reparando algún blower o el desagüe del lavapelos, si no está pululando por ahí con otros amigos desocupados. Como ella está siempre fajada y no puede atenderlo, no le molesta que esté andando en el barrio (al que le diga vago, se la verá con ella).
El salón es su orgullo, cada vez viene más gente. Se acompaña de un equipo de ayudantes iguales a ella, a las que no trata como empleadas porque son sus amigas desde que estudiaron juntas en el liceo (aunque hay que reconocer que ella fue la de las grandes ideas). La mayoría son comadres y se apoyan mutuamente porque viven una misma realidad, comparten juntas las penurias, las carestías, el alto costo de la vida, sus preocupaciones (sobre todo, si no llegan clientas) y hasta los problemas matrimoniales.
Una mañana la llaman de la escuela para una reunión porque el más chiquito no pone atención a las clases ni hace las tareas; aunque está bien atareada, debe ocuparse porque el papá no lo hará (ya decidirá luego, si darle al muchacho un buen pescozón o un boche al profesor). Cuando regresa sin avisar, se encuentra al marido en una comprometidísima situación con una de sus dependientas y como mujer que se respeta, los botó del negocio ante tan imperdonable ofensa.
No bien se le ha pasado el coraje, cuando semanas después recibe una demanda por despido injustificado y como si fuera poco, otra de divorcio. Una clienta leguleya le explica en qué lío está metida: ¿Qué sabía ella que el despido había que comunicarlo en 48 horas? ¿Cómo podía imaginarse que pueden llevarle todo? Lo único cierto es el dolor infringido por la traición y que ha descubierto de la peor manera que, no solo ha perdido a su marido y a su mejor amiga, sino, que también una sentencia la despojaría de su hogar y su negocio, porque no siempre lo legal es lo justo.