A decir de Carlos Luis de Montesquieu, autor recipiendario de la ilustración francesa, la justicia dimanante del magistrado único fue la manifestación genuina del despotismo jurisdiccional, pero a contrapelo de semejante crítica la garantía de la colegialidad judicial en la codificación napoleónica sobre formalidad jurídica estuvo muy distante de quedar instaurada en la centuria decimonónica, cuando pese a cualquier desiderata esgrimida el juez de la instrucción criminal pasó a ser el judicante dotado de mayor poder, tras juzgar con talante autocrático.

De cierto modo, el derecho formal de origen napoleónico hizo acopio de la tradición romana, ya propia de la república, ora del principado o imperio, cuando el procedimiento penal fue inquisitivo, acusatorio o mixto, dependiendo de si el hecho punible era de interés público o privado, lo cual dio cabida a que el pretor urbano o peregrino nombrase un juez solitario, jurisdicción triádica o asamblea centunviral, pero en materia criminal, luego de dictarse la sentencia, al ciudadano condenado podía permitírsele un juicio ante los comicios centuriados.

Como bien es sabido, la justicia francesa de primer grado fue en gran medida unipersonal, ora ante el otrora juzgado de paz y de Gran Instancia, poco importaba que fueren asuntos ordinarios o especializados, lo cual vino a ocurrir en nuestro suelo insular, tras realizarse extrapolación mimética de semejante tradición prohijada en la nación de genealogía gálica, por cuanto los códigos napoleónicos y el constitucionalismo dieciochesco constituyeron fuentes primigenias de inspiración para crear el sistema jurídico vernáculo.

Ahora bien, la actual justicia penal del lar nativo, luego de apartarse del modelo francés, dio un giro copernicano, mediante la puesta en vigencia de la Ley núm. 76-02, de fecha 19 de julio de 2002, cuyo contenido incorporó el nuevo Código Procesal Penal, bajo la regencia de un catálogo de principios propiciatorios de la tutela judicial efectiva y debido proceso de legalidad constitucional, de suerte que así quedó erigido el método de la sana crítica racional para superar el viejo sistema de íntima convicción del juez.

Al socaire de semejante legislación sistematizada, incardinada en el Código Modelo de Iberoamérica, la colegialidad judicial fue instaurada en la vigente justicia penal, de suerte que los hechos punibles de mayor gravedad dejó de ser materia de un juez unipersonal para pasar a la atribución exclusiva de una estructura jurisdiccional formada por tres magistrados judicantes, lo cual trajo consigo un cambio muy significativo en la esfera de la misma judicatura y de la propia ciudadanía usuaria de dicho servicio público.

Antes del siglo XXI, la colegialidad judicial tuvo cabida en las Cortes de alzada, tras ponerse incurso la apelación o casación, pero bajo el imperio de la vieja tradición de raigambre francesa la votación debía ser unánime, porque, aun cuando existiera la ponencia del juez relator y hubiere deliberación, a ningún magistrado judicante se le permitía disidencia alguna para apartarse del voto de la totalidad absoluta, pues el secretismo y el anonimato de la decisión habría de mantenerse a ultranza.

Aquí y ahora, la vieja tradición de la justicia penal ha girado hacia la democracia deliberativa, puesto que en los hechos delictivos y criminales, pasibles de conllevar sanción punitiva de más cinco (5) años, amerita la intervención en primer grado de un tribunal colegiado de tres jueces, donde tiene cabida el juzgamiento pluripersonal, la correspondiente ponencia realizada por el magistrado asignado para el caso enjuiciado, seguida entonces de la deliberación y tras de sí prosigue la votación que puede ser unánime o mayoritaria, pero sin restricción alguna de la divergencia de criterio jurisdiccional, a través de la particularidad votiva, siempre que semejante discrepancia cuente con la condigna fundamentación razonada.

Por todo cuanto ha sido establecido, puede decirse finalmente que la colegialidad judicial fue instaurada en el vigente sistema de justicia penal adversativo para robustecer las garantías jurídicas atinentes a la tutela jurisdiccional efectiva y al debido proceso de legalidad constitucional, lo cual concuerda con la cláusula del Estado de derecho imperante, calificado como social y democrático, en tanto la persona de carne y hueso, dotada de la consubstancial dignidad humana, queda puesta en el centro de atención de los poderes públicos, máxime cuando se halla en conflicto con la ley penal u objeto de victimización, a causa de cualquier acción delictiva o criminal.

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