Entre los factores endógenos que motorizaron el golpe de Estado de 1963 estuvo, como elemento fáctico, la Constitución que entró en vigencia el 20 de abril de 1963 -las más democrática y civilista contemporánea que hemos tenido-, pues en ella el presidente Juan Bosch dejó plasmado el carácter progresista, ético y de justicia social que encausaría el gobierno que encabezaba con la refrendación eleccionaria ciudadana más elevada -a la fecha-, ya que había ganado las elecciones -diciembre de 1962- con el 59.53% de los votos y una aureola de líder de indiscutible reciedumbre ética, intelectual e identificado con una redención social a favor de los más desposeídos. Esa Constitución, en el fondo, fue, quiérase que no, el detonante nodal que desencadenó toda suerte de conspiración que dio al traste, el 25 de septiembre de 1963, con el primer ensayo democrático postdictadura trujillista (1930-1961).
Se podrá alegar otros factores -exógenos, de temperamentos y hasta de tesis sociopolítica especulativa-, pero el punto medular e inaceptable, para los sectores golpistas -“grupos corruptos de las Fuerzas Armadas”, franja jerárquica de Iglesia Católica, latifundistas, “cívicos”, industriales, sector comercial-exportador e inversionistas-injerencistas extranjeros (trasnacionales)- fue; sin duda y como lo consigna el historiador Franklin J. Franco Pichardo -Historia del Pueblo Dominicano-, esa Constitución que, entre otras improntas, consignaba: un énfasis especial y preambular en una educación basada en la ciencia, fin del latifundio, derecho a la vivienda, al trabajo, respecto a los derechos humanos, tierras para los campesinos, una ética pública (muralla contra la corrupción), libertades públicas y libertad de asociación de toda índole.
Además del carácter nacionalista y progresista del gobierno de Bosch -1963-, desde el principio se implementó una política pública de apertura y equidad hacia la inversión extrajera que rápido generó recelo de inversionistas norteamericanos que tenían una concepción de monopolio de esa área estratégica nacional para el desarrollo y la explotación de nuestros recursos naturales y mineros, pues perpetuaba el puente de una injerencia política-comercial y de control geopolítico, aspecto o punto neurálgico que, al final, se conjugó con los sectores golpistas nacionales para hacer colapsar aquel primer ensayo democrático.
Sin embargo, y después de poner en perspectiva histórica las causas que motivaron el golpe de Estado de 1963, cuyo punto de inflexión fue la Constitución -liberal-progresista (abril-1963), queremos resaltar otro aspecto o considerando de esa Constitución que, pocas veces ha sido ponderado o valorado como el basamento -filosófico-doctrinario- de la ética pública que el presidente Juan Bosch quiso legar a la sociedad dominicana y su incipiente democracia; y que, precisamente, hoy es nudo gordiano o trance más dilatado y pospuesto -además del Código Penal- que pone en evidencia un cuestionable “consenso” de nuestra clase política o partidocracia. Nos referimos al proyecto Ley de Extinción de Dominio y que, temprana y taxativamente, quedaba prefigurado en aquella avanzada Constitución de 1963, que, en su artículo 5, tipificaba el flagelo corrupción pública y nepotismo; e incluso, establecía, por comisión del referido delito, “…la pena de Degradación Cívica” [confiscación e inhabilitación cívica-política, se podría inferir], la cual organizará la ley, además, se les exigirá la restitución de lo ilícitamente apropiado”. Es decir, que esa ley complementaria, jamás se instituyó en nuestra legislación; pero quedó, ética e implícitamente, como una voluntad política inequívoca de ese Gobierno democrático. Quizá, ello explica, también, la deuda-“olvido” -acumulación “rápida de riquezas” de variopintos sectores-beneficiarios y herederos políticos- y el Joaquín Balaguer “Padre de la Democracia”.