Entre las ocupaciones propias del jurista, pueden suscitarse roles diferentes. Verbigracia, los profesionales colegiados como abogados bajo la obediencia del código deontológico deben en principio asumir la defensa técnica de cualquier ciudadano que le requiera determinada prestación de servicio jurídico, excepto cuando se trate de la objeción de consciencia. En cambio, los graduados en derecho que opten por la magistratura judicial reciben el llamamiento vocacional de administrar justicia sin salvedad alguna, so pena de incurrir en prevaricación judicial o denegación de justicia, pero para eludir la escabrosidad temática conviene propiciar mayor abundamiento sobre la cuestión sometida a tratamiento ensayístico.
Dentro del ámbito del ejercicio liberal, el jurista practicante de la abogacía puede negarse a llevar un determinado caso litigioso, tras profesar obediencia a cierto predicamento religioso, ético, moral, humanitario o de cualquier otra índole, máxime cuando semejante convicción alojada en su fuero interno halle sustento en una norma legislativa, contractual, judicial, administrativa o deontológica.
Al margen de la objeción de consciencia, a todo letrado jurídico, tras asumir una defensa técnica, le queda vedado abandonar semejante ministerio, máxime si ocurre en la justicia penal, por cuanto se trata de un prestador de servicio, cuyo ejercicio puede regirse mediante preceptos de alcance diverso, ora proveniente del decálogo abogadil, ora del secreto profesional, o derivada de su propio estatuto normativo. De ahí resulta que cualquier falta atribuible, cabe enjuiciarse en la jurisdicción disciplinaria.
A sabiendas de que la justicia en puridad conceptual suele definirse como la aplicación técnica del derecho, ningún juez entonces puede ser objetor de consciencia, por lo que queda obligado a conocer y decidir cualquier caso litigioso llevado ante su jurisdicción, so pena de juzgársele por causa probable de conducta delictiva o disciplinaria, tras desacatar los mandatos jurídicos inherentes a semejante función, dizque por convicciones religiosas, éticas, morales, humanitarias filosóficas, entre otros motivos de similar especie.
En efecto, la prevaricación judicial y la denegación de justicia constituyen infracciones penales, descriptas en los artículos 127 y 185 del Código Penal, consistentes en intrusismo en las labores públicas de otros poderes, emisión de resolución torticera, dolosa, negligente o dotada de ignorancia inexcusable, o abandono consciente de los deberes oficiales, mientras que la segunda conducta reprochable comporta la negativa de fallar un caso, so pretexto de silencio, oscuridad o insuficiencia de la ley, así como el retraso deliberado en el despacho de los asuntos puestos bajo su elevado ministerio.
Ahora bien, cuando el juez pierde por completo o en gran medida la debida honorabilidad, resultante del ejercicio de la magistratura judicial, derivada de la condigna jurispericia o proveniente de la confianza legítima forjada, a través de su acrisolada formación axiológica, entonces su consciencia queda objetada, ora por libre arbitrio o por interés de parte, máxime cuando deja de impartir justicia en estricto apego de la ética judicial y apartado de las garantías mínimas encuadradas dentro de la tutela jurisdiccional y el debido proceso de legalidad constitucional, entre las cuales cabe traerse a colación la imparcialidad e independencia, prendas virtuosas que son constitutivas del talante propio de todo juzgador.
A modo de ilustración cognitiva, la consciencia objetada del juez puede sobrevenir, ya por inhibición u abstención, o recusación, vías de derecho que constituyen recaudos procesales estatizados para garantizar que cualquier ciudadano acceda a la judicialización revestida del debido proceso de legalidad constitucional, por cuanto así se logra apartar a determinado juzgador, tras advertirse que en él concurre causales previstas en la preceptiva regente de semejante materia, tales como parentesco, afectividad, enemistad, dependencia profesional o conocimiento privado, según queda estipulado en los artículos 78 y siguientes del Código Procesal Penal.
En cuentas resumidas, conviene descartar la existencia de criterio normativo que le permita al juez ser objetor de consciencia, pero todo juzgador ostenta una determinada escala axiológica, por cuya razón en ocasiones le resulta complicado entender que el ejercicio de la función pública asumida implica eludir cualquier conflicto ético-moral, en aras de administrar justicia, a través del derecho legislado o de creación judicial, a sabiendas de que la labor interpretativa realizada consiste en una operación silogística entre el supuesto fáctico y el enunciado jurídico, por cuanto ahí tiene cabida el juicio probatorio u objetivo, técnico, deductivo, inferido, ponderativo y analítico.