El transporte público es uno de los grandes problemas del país y parece que lo seguirá siendo todavía.
Con el tiempo el problema se ha hecho mayor, y se ha convertido en una perfecta calamidad cotidiana para la mayoría de los ciudadanos que residen en las principales ciudades. La forma en que conducen estos señores del concho—uno de los últimos reductos del surrealismo criollo—y los de las llamadas “voladoras”, que parecen extraídas de las páginas de una horripilante novela de terror, constituyen un verdadero peligro público.
No hay autoridad para esa gente. Las luces de los semáforos sólo cuentan aparentemente para los conductores privados. Los de automóviles y autobuses públicos, pequeños, medianos y grandes, cruzan a enormes velocidades las señales de paro ante la indiferencia de los agentes de la autoridad llamados a regular el servicio, tan celosos, sin embargo, al uso de los teléfonos celulares en los vehículos privados.
Ni hablar de los motoristas. Llegan por manadas a las esquinas, la copan, entrecruzándose entre un vehículo y otro en fascinante y demencial exhibición de desprecio a las leyes de tránsito, y provocan incontables accidentes día tras día. Para ellos, las señales de una vía o de pare no existen. Para los agentes parecería como si esos conductores no estuvieran ceñidos a los mismos reglamentos que los demás.
Nadie en este país ha podido organizar a los sindicatos del transporte público, que se pelean con extremada violencia en las calles, sin importarles la seguridad de quienes usan ese servicio. Ni siquiera en los aeropuertos estos señores del transporte se ajustan a las normas de organización y buena conducta.
Ninguna autoridad ha podido lograr incluso que estos gremialistas acepten la colocación de tablillas de identificación, lo que se hace cada vez más necesario ante el auge de la criminalidad y el deterioro del clima de seguridad ciudadana.