El hecho de que en algún momento supuestos inversionistas españoles, en complicidad con políticos locales, se salieran con la suya, no significa que todos los demás sean de la misma calaña y que por ellos juzguemos los aportes de la comunidad española a la sociedad dominicana.
Las diferentes olas de inmigrantes provenientes de la península Ibérica establecidas en el país a todo lo largo del siglo pasado han dejado una impronta de inmenso valor entre nosotros. Revolucionaron las artes, el periodismo, la literatura y trajeron consigo una mística del trabajo y del ahorro que los dominicanos no conocían y la mayoría despreciamos aún.
Las riquezas acumuladas por la mayoría de las familias españolas han sido el fruto de mucho sacrificio y trabajo personero. Todavía al cabo de decenas de años de dedicación y esfuerzos, laboran como si fuera el primer día. Como si de los resultados de cada jornada dependiera el éxito de sus negocios. Tal vez por los rigores de la guerra civil y las restricciones derivadas de una Europa enfrascada en conflictos bélicos permanentes, muchos de ellos aprendieron el valor de la austeridad, joya esta que nos sigue haciendo mucha falta a todos los niveles.
El fortalecimiento del turismo que hemos logrado en los últimos treinta años es el resultado no sólo de la capacidad visionaria de algunos jóvenes inversionistas dominicanos, sino también de la confianza y el amor que muchos empresarios españoles han alcanzando a desarrollar en esta tierra, en donde se instaló el primer establecimiento europeo en el Nuevo Mundo a finales del siglo XV. Es cierto que algunas relaciones de inversión con empresarios y firmas españolas han sido de pésima experiencia. Pero no sería justo que cerremos esa vía para negocios futuros. Sería como si los españoles condenaran a todos los musulmanes por los atentados de aquel trágico 11 de marzo en Madrid.