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Rodeada de murallas tan antiguas como el hombre, una gigantesca mezquita se levanta sobre un pequeño monte en el centro de Jerusalén, la ciudad sagrada de las tres religiones monoteístas. Es la mezquita de Omar o Domo de la Roca, lugar venerado por los musulmanes. Al fondo, en la planicie del Monte Moría, se encuentra la mezquita de El Aska, un templo islámico menor, en cuyo alrededor se ve siempre a cientos de ciudadanos árabes, unos andrajosos otros potentados, que lucen túnicas de mil colores. La tradición cuenta que desde el interior de la mezquita de Omar, rodeada por una baranda, Mahoma ascendió al cielo montado sobre una mula blanca.

Ante esa roca sagrada sobre la cual muchos metros más arriba se levanta la cúpula enorme de la mezquita, se arrodillan miles de fieles a implorar a Alá, su Dios. En prueba de sumisión y reverencia dejan sus zapatos a la entrada de los cuatro portales de la fachada, cubierta de lozas de mármol de llamativos colores en las que hay escritas citas del Corán. En el crepúsculo, su cúpula forrada de oro lanza resplandecientes rayos de luz sobre los tejados de piedra de la antigua ciudad, que ha logrado sobrevivir al tiempo y resurgir de la destrucción por sanguinarios conquistadores.

Más abajo, el muro occidental es venerado por los judíos como el último vestigio del Segundo Templo, tras cuya destrucción en los inicios de la Era Cristiana, empezó la dispersión del pueblo hebreo. Sobre sus restos, los romanos erigieron un templo a Júpiter, adornado con enormes estatuas de sus emperadores. El lugar, visible desde cualquier punto en las afueras de Jerusalén, tiene un significado sagrado para judíos y musulmanes, que aún luchan entre sus muros por el control de la antigua ciudad.

Entre sus vetustas piedras, carcomidas por el tiempo, piadosos ancianos judíos de trenzas y luengas barbas lloran allí en silencio su desconsuelo.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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