Como hombre formado en la fe católica me he preguntado acerca de la autoridad que se atribuye la iglesia para dar lecciones sobre la unión familiar, la importancia del matrimonio y el amor a los hijos. Más después que el Vaticano desmintiera en el 2009 versiones de que consideraba permitirles a los sacerdotes, supongo que también a obispos y cardenales, reconocer a sus hijos fruto de relaciones extra conyugales.
La declaración fue una admisión de que dentro de ella se violan las normas más estrictas, en este caso la del celibato, que obliga a los curas a una abstinencia que sólo algunos santos, como muchos sacerdotes que conozco, observan durante toda su vida. La discusión sobre el tema se ha extendido en toda Europa, desde el momento mismo en que las presiones internacionales abogaron por el uso del ADN para identificar a los hijos de sacerdotes.
El temor cundió en Roma ante la posibilidad de que las demandas judiciales socavaran las arcas de la Iglesia. En ese contexto, se expandió a comienzos de la década pasada la información de que el papa Benedicto XVI había ordenado considerar la posibilidad de permitirles a los sacerdotes reconocer a sus hijos y darles sus apellidos, para que pudieran heredar sus patrimonios personales, no los pertenecientes a la Iglesia, lo cual fue rápidamente desmentido por el vocero oficial de la oficina del Pontífice.
A pesar de tan conocida práctica de relación extramatrimonial, que le está prohibida a los curas, resulta curioso que los católicos hayan adquirido el hábito de acudir a un sacerdote para dirimir los conflictos de pareja o de familia, cuando todos sabemos por experiencia que sólo cuando se es padre se entiende el concepto de amor a los hijos. Más que en términos de imagen, la controversia sobre la paternidad, todavía vigente, podría costarle a la iglesia lo que ya pagó una vez por los escándalos de violación.