En las dos últimas décadas, los dominicanos han visto florecer, crecer y expandirse, sobre todas las demás, tres áreas importantes de negocios dentro del marco del crecimiento general de la economía: los combustibles, la medicina de laboratorios y el eléctrico. Pero ninguna de esas áreas puede compararse en rentabilidad y expansión con el crecimiento parasitario del Estado, cuyo nivel de garantía supera al propio florecimiento de la economía nacional.
La economía, según cifras disponibles, se ha expandido a un ritmo promedio del 4.0 por ciento en lo que va de siglo, mayor que la media latinoamericana. El crecimiento del Estado ha sido muy superior. La expansión de la primera supone mayor oportunidad de empleo y auge de actividades comerciales, financieras y económicas, con elevada promesa de cambio en la estructura social. La del Estado supone lo contrario: dependencia partidaria, burocratismo excesivo, pobreza cultural y material y tutelaje estatal.
Gobierno tras gobierno compiten con el sector privado en condiciones ventajosas, con resultados predecibles de estancamiento y estrangulación estatal. Ese fenómeno ha encarecido la administración de la cosa pública, con los frutos de la ineficiencia que el país paga en escasez, lentitud y encarecimiento del costo de la vida.
El grosero abultamiento del Estado lo ha convertido en la principal fuente de empleo, con un nivel de inseguridad alarmante, con periódicas desvinculaciones, ahora se les llama de esa manera, para dejar espacio al clientelismo partidario.
Un país en el que la estabilidad de funciones públicas como la dirección de una escuela de pueblo o la de un remoto pequeño hospital rural, solo puede ufanarse de su práctica democrática, por el plazo que la Constitución fija a los gobiernos cada cuatro años, en elecciones casi siempre cuestionadas.