Contra todo pronóstico e inesperadamente, el régimen del presidente de Siria, Bashar al-Assad, fue derrocado por el grupo insurgente y fundamentalista autoproclamado Hayat Tahrir al Shams (HTS), cuyo líder, Abu Mohammed al Jawlani, reivindicó el hecho, al anunciar la ocupación de la capitalina ciudad de Damasco y la salida del país del exgobernante y su familia, los cuales se refugiaron en su aliada Rusia.

Esta serie de acontecimientos marcaron el inicio del domingo 8 de diciembre y desde entonces son muchas las informaciones que han surgido en torno a cómo se dieron las cosas, pues hasta hace poco el ahora presidente depuesto se había perfilado imbatible. Llama la atención que, aparentemente, no puso resistencia y esto plantea la posibilidad de que haya sido una salida negociada.

Con la caída de Al-Assad se pone fin al poder político hegemónico que por 53 años mantuvo su familia, que le dio la capacidad de sortear una serie de situaciones internas desestabilizadoras, como la guerra civil que inició en 2011, luego de las protestas sociales con trasfondo político que se originaron, siendo estas el capítulo sirio de la Primavera Árabe, un movimiento antigubernamental que logró derrocar a varios gobiernos autocráticos de ideología musulmana en África y Medio Oriente.

Este escenario de guerra interna dejó más de 500 mil muertos y desplazó a millones de personas, generó una crisis humanitaria que impactó tanto a la región como al resto del mundo, cabe recordar que muchos sirios migraron de manera irregular a Europa, donde se produjo una crisis de refugiados en 2015.

En momentos en que el tablero geopolítico está inmerso en un proceso de cambios constantes, que en ocasiones generan incertidumbre, el derrocamiento del presidente sirio Al-Assad se podría interpretar como una derrota para las dos potencias nucleares que fueron su soporte: Irán, que forma parte del conflicto entre Israel y Palestina; y Rusia, que mantiene una guerra con Ucrania.

Para algunos analistas, la priorización de la agenda particular de ambos países debilitó el apoyo que le daban a Siria, una situación coyuntural que fue aprovechada por los grupos insurgentes que se han repartido ese territorio, el que gobiernan de manera unilateral y al margen de las leyes, con el riesgo de generar más violencia y postergar el inicio de la ansiada estabilidad en una nación de grandes riquezas petroleras, con potencial agrícola e industrial, que resulta de interés en la región y más allá.

Como suele suceder en estos casos, la distribución de las responsabilidades del estado actual de las cosas genera interés. Desde ya se plantea que Egipto, Turquía, Qatar y Arabia Saudita tuvieron algún tipo de participación, por motivaciones diversas, porque en Medio Oriente los gobiernos y los conflictos tienen matices ideológicos y políticos.

En el caso de los países occidentales, trascienden las declaraciones del presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump, en relación a que Siria es un desastre y que su país no debe involucrarse en el conflicto, porque “No es nuestro amigo”.

Indiscutiblemente, Siria enfrenta uno de los momentos más complejos de su historia reciente. ¿Será esta una oportunidad para que el país transite hacia un modelo de paz y estabilidad? ¿O se convertirá en otro caso donde las pugnas internas y los intereses extranjeros profundicen el caos?

Las cuestionantes no tan solo deben centrarse en la dirección que tomará el país. También crea interés saber si los actores nacionales e internacionales serán capaces de conciliar para llevar la paz a una nación con un conflicto prolongado, que ha generado tristeza a las familias y limitado su desarrollo.

Aunque para Siria el horizonte aún es incierto, puede ser el momento en que comience a redefinir su historia, dejando atrás años de sufrimiento y conflicto, influyendo en la reconfiguración de la situación política en la región.

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