Encendemos el televisor, conectamos la radio, abrimos un periódico o navegamos por Internet y no tarda en salpicarnos la sangre de palestinos y colombianos masacrados, ante la pasividad cómplice de muchos gobiernos del mundo. Estamos asistiendo a la impúdica ostentación del poderío bélico de dos Estados contra pueblos casi inermes, emulando en atrocidades y barbarie. Puede, incluso, que sea una misma barbarie repartida en dos zonas geográficas distantes: es sabido que los Estados Unidos de Norteamérica, en su tradicional hipocresía, tercerizó en el Estado sionista de Israel las labores de asesoramiento y venta de armamento y tácticas antiinsurgentes a los gobiernos “amigos” latinoamericanos. De ahí la sospechosa recurrencia de métodos salvajes contra las protestas de chilenos o colombianos, idénticas a la manera tradicional conque los sionistas han reprimido las protestas palestinas.
El conflicto israelo-palestino es de larga data y tiene que ver con los acuerdos incumplidos de crear en la zona, un estado judío, sin menoscabo de los derechos históricos del pueblo palestino. La llamada Declaración Balfour, del 2 de noviembre de 1917, apenas 67 palabras enviadas en una nota por el canciller británico del mismo nombre al líder sionista barón Lionel Walter Rosthschild, expresaba el acuerdo de la monarquía con la creación en Palestina de un “…hogar nacional para el pueblo judío…, quedando claramente entendido que no debe hacerse nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina…” El territorio, bajo mandato británico por acuerdo de la Liga de las Naciones, debió ser dividido entre dos Estados, uno judío y otro palestino. Al retirarse los soldados británicos, el 14 de mayo de 1948, dio inicio la primera guerra árabe-israelí, fruto de la cual más de 750,000 palestinos huyeron a países vecinos y el territorio acordado para su Estado se redujo a la mitad. Desde ese momento, el Estado sionista de Israel, mediante guerras de expansión o colonización ilegal de territorios árabes, ha ido arrancando territorio a sus vecinos, violando todos los acuerdos de la ONU, y a pesar de la condena de la comunidad internacional.
La Franja de Gaza ha sido escenario sangriento de esta historia y de enfrentamientos armados en 2008, 2009, 2012 y 2014, con un elevado número de víctimas palestinas, incluyendo niños y niñas, sufriendo, asimismo, la destrucción parcial o total de su infraestructura, industrias, escuelas y universidades. Lo que hoy contempla el mundo, con horror, se ha visto ya anteriormente.
La represión israelí a manifestaciones palestinas alrededor de la mezquita de Al Aqsa, en Jerusalén, con un saldo de cientos de heridos, ha sido esta vez el detonante de la crisis y la escalada bélica, donde Israel, sin el menor pudor, está usando todo el poderío de sus fuerzas armadas para atacar ciudades abiertas, pobladas por civiles. En represalia, el movimiento Hamas, principal enemigo israelí en la zona, está lanzando cohetes hacia territorio israelí, los que han causado también víctimas civiles.
Pero no se trata de poner en igualdad de condiciones a ambos contendientes. Alto y claro debe decirse que el agresor sionista y sus políticas expansivas, su brutal represión contra el pueblo palestino, su racismo y limpieza étnica, prolongada a través de décadas, son el detonante de la actual crisis. La rebelión es legítima ante la violencia injusta de un agresor. Igualar a este, poderoso, poseedor incluso de armas nucleares, con el agredido que se defiende, es ser cómplice del crimen.
Todas las víctimas civiles son lamentables y las Naciones Unidas deben procurar un inmediato alto al fuego, y abrir un proceso de diálogo entre las partes. La postergación del problema palestino y la incapacidad de la comunidad internacional en contribuir al establecimiento de una paz justa y duradera en Medio Oriente también tienen su cuota de culpa.
Póngase freno a la masacre sionista y se pondrá freno a la resistencia palestina. Todos tenemos una deuda con ese heroico pueblo.