jaque a la libertad
jaque a la libertad

En los primeros siete años de su gobierno, el presidente Joaquín Balaguer era, con la sola probable excepción de su colega venezolano Rafael Caldera, el político más asequible de esta parte del mundo.

Todos los miércoles, previo a la reunión semanal de la Comisión Nacional de Desarrollo (CND), el mandatario se detenía ante los periodistas que le esperábamos en el salón de embajadores. La conversación, muy informal, se prolongaba a veces por más de una hora. Los domingos, a la salida de misa en la capilla del Palacio, había casi siempre otra sesión, aunque más breve.

Eran pruebas de resistencia y paciencia inconmensurables. Los reporteros olvidaban que se trataba del Presidente. No hacían nada para evitar el desorden y por el contrario contribuían a fomentarlo.

Para formalizar estas reuniones, tan provechosas para el gobierno, la prensa y el país, que estaba siempre así al corriente de lo que ocurría en las más altas esferas nacionales, una vez se trató de imponer un orden más o menos riguroso. Consistía básicamente en la presentación previa de los temas a tratar en las conferencias. El pretexto que se dio era que debido a la delicadeza de algunos asuntos, el jefe del Estado prefería no tocar algunos de ellos sin conocimiento profundo de los mismos.

Corrientemente se violaban esas disposiciones y el Presidente respondía con su amabilidad acostumbrada. Entonces comenzaron a abusar. Se señalaba un tema y se preguntaba al Presiden- te sobre otro. Una vez, un colega muy fogoso a quien resultaba difícil ocultar sus sentimientos antigubernamentales, planteó al “doctor” una cuestión sumamente espinosa. Fue una experiencia memorable.

El mandatario se ladeó casi imperceptiblemente de un lado a otro, en uno de sus gestos característicos, movió ligeramente sus lentes con la mano izquierda y clavó una mirada neutra en el pe- riodista. Había preguntado algo así como cuál era el destino de una persona detenida. Balaguer sonrió y dijo que no era Dios para saber el destino de nadie. Lo que siguió fue casi una tunda. Cuan- do pasamos a otra pregunta, el periodista estaba aturdido.

Esas conferencias eran verdaderas batallas. Muchos de los reporteros iban allí en plan de pelea. No podían ocultarlo. Lo de- nunciaban la naturaleza de sus preguntas y el tono brusco y a veces irrespetuoso que empleaban. Parecía como si el Presidente prestara poca importancia a esas cosas. Las pasaba por alto, pero me asaltaba la impresión de que en el fondo se sentía ofendido.

Había en sus ojos de expresión profunda e inescrutable, un aire escondido de condescendencia. No se le daba tregua. Cuando llegaba al salón, saludaba con su mano izquierda y exhibía una amplia sonrisa. Lo hacía incluso en los días en que era evidente que una crisis o algún problema de Estado le preocupaba.

Rápidamente le rodeaban y sin miramientos lanzaban los mi- crófonos hacia él. A veces el círculo a su alrededor era tan estrecho que cuando se movía para descansar o cambiar de posición, sin quererlo el Presidente empujaba a algunos de sus ayudantes.

En varias oportunidades los micrófonos casi le dieron en el rostro. Se le interrumpía sistemáticamente. Se disputaban en alta voz el turno de las preguntas y muy pocos iban adecuadamente ataviado a esas citas. Tratando de escuchar de más cerca, pues el Presidente solía responder con voz queda muchas preguntas, uno un día casi tumba al mandatario. Otras cosas peores no pueden contarse. Además, ¿quién las creería?

Un miércoles, el Presidente pasó de largo sin detenerse. No hubo conferencia de prensa ese día. La semana siguiente se de- tuvo muy brevemente. Era, evidentemente, el principio del fin. Yo no me sorprendí la vez que el secretario de prensa nos reunió a todos en su despacho y sin mucho preámbulo nos comunicó: “No habrá más reuniones los miércoles”.

Ha pasado mucho tiempo. Las conferencias no volvieron a reanudarse pero las escenas siguieron siendo las mismas. Años después, en una ceremonia de presentación de tres embajadores extranjeros ante el Presidente de la República reviví aquellos momentos. Fotógrafos y camarógrafos acercaban tanto sus aparatos a la cara del Presidente y los diplomáticos que parecía que intentaban retratarle alguna paja inserta en el ojo, o escuchar la con- versación. Hablaban como si estuvieran en su casa. “Suba la luz hombre”, le dijo un camarógrafo a su asistente, mientras pasaba los alambres de los reflectores entre el Canciller y el embajador extranjero.

Otro casi se sienta sobre un ministro consejero, cuando echaba hacia atrás enfocando los rostros del Presidente y el diplomático. Un fotógrafo gastó casi dos rollos completos mientras se sentaba cómodamente en el suelo, a pocos pasos del estadista. Estuvo en esa posición casi hasta que concluyó la ceremonia.

Ese mismo hombre me dijo después que nunca había comprendido las causas de la suspensión de aquellas conferencias de prensa con el Presidente.

Oportuna aclaración del PRD

El 30 de abril de 1978, el secretario general del Partido Revolu- cionario Dominicano (PRD), José Francisco Peña Gómez, aclaró, en forma convincente, la posición del grupo político respecto a la prensa independiente. Peña Gómez no se refirió específicamente a los planteamientos de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) pero sus palabras fueron tranquilizadoras.

Dijo, por ejemplo, que el PRD, en la eventualidad de que alcan- zara el poder en los comicios generales del 16 de mayo siguiente estaba obligado “por convicción, por deber y por gratitud” a preservar el clima apropiado para el desenvolvimiento de una prensa crítica, libre e independiente de cualquier control estatal.

En lo que a mí concernía, y por considerar que sus expresio- nes implicaban un serio compromiso hallándose el país prácti- camente en vísperas de unas elecciones cruciales para su futuro institucional, las oportunas declaraciones del secretario general perredeísta satisfacían y aquietaban.

Una serie de artículos, publicados en el matutino Listín Diario, bajo la firma de un alto dirigente del PRD, el doctor Emilio Ludo- vino Fernández, habían despertado justificada preocupación en amplio sectores de la prensa nacional, por los juicios que contra la misma se vertieron en ellos.

Al través de un editorial y varios artículos de opinión, El Caribe y algunos miembros de su personal instaron al PRD a aclarar si los conceptos de ese dirigente contradecían o coincidían con los del partido, en un aspecto tan importante de las libertades públi- cas.

“Yo quiero darle a la prensa nacional seguridades absolutas en el sentido de que un gobierno del Partido Revolucionario Domini- cano respetará escrupulosamente el derecho a libre expresión del pensamiento y el derecho de libertad de información que le asiste a la prensa dominicana”, respondió Peña Gómez.

Si bien es cierto que el líder perredeísta no trató la cuestión respecto a si el partido está de acuerdo o no con las iniciativas de la UNESCO encaminadas a forjar un cuerpo de doctrina interna- cional que facilitaría la imposición de controles gubernamentales contra los medios de comunicación, tenía que admitirse que fue claro y tajante al señalar que la libertad de prensa “es un derecho inalienable del pueblo dominicano”.

Para cualquiera que tenga una noción mínima de las implicaciones de esta frase, las declaraciones de Peña Gómez bastaban para ahuyentar cualquier temor de una embestida a la prensa por parte de un eventual gobierno perredeísta. Si esos temores llega- ran un día a justificarse sería el PRD y no la prensa que tendría que enfrentar, como se dice, el juicio de la historia.

Estando el país a dos semanas y media de las elecciones, no cabía duda, además, que tales declaraciones tenían un enorme significado político.

El peligro de la colegiación

Dos meses después de las elecciones, ganadas por el PRD, el tema de la colegiación periodística volvió a ponerse de moda. Esa vez en el ámbito deportivo.

El 21 de julio de 1978, el director del Departamento de Deportes y Cultura del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), Luis Lizardo, para halagar a un grupo de cronistas interesados en los planes deportivos del gobierno a inaugurarse el 16 de agosto, dijo en una conferencia de prensa que ese partido “luchará” para lo- grar la colegiación de la crónica deportiva.

En medio de los tragos y los opíparos bocadillos, el anuncio produjo una exaltación casi delirante en algunos colegas muy co- nocidos por su ardiente militancia en el gremio de reporteros.

Se discutía mucho este asunto. Como el ejercicio del periodis- mo es, en todo caso, simplemente una forma de ejercicio de un derecho constitucional, no se necesitaba ninguna clarividencia para comprender que el requisito de una afiliación obligatoria o un título universitario para laborar en un diario, una emisora o una planta de televisión, que llevaría implícita la colegiación, en la forma en que había sido propuesta, era una monstruosidad y un adefesio jurídico, para usar una frase muy en boga en esos días.

Los temores no eran infundados. El síndico electo de Santiago, Víctor Méndez, dijo a un vespertino, por ejemplo, que la colegiación limpiaría y purificaría “la clase” de manera que personas como Rafael Bonilla Aybar, opositor al PRD, no podían ejercer la profesión. Esa barbaridad, propia de una mentalidad de vocación totalitaria, era una advertencia de los peligros que el proyecto en- cerraba.

Se trataba de imponer una regla selectiva para el ejercicio de un derecho inalienable. En ese entonces era Bonilla Aybar; ma- ñana serán los demás. Era obvio que Bonilla Aybar era marcado por sus ideas políticas y que detrás de él seguirían otros, una vez que esa maquinaria destructora estuviera en marcha sería difícil detenerla. La iniciativa terminaría creando bases legales para la imposición de controles a la libertad de prensa, a través de un gremio dominado por grupos políticos.

Altos dirigentes del PRD, incluyendo el presidente electo Antonio Guzmán, habían formulado en abril vehementes protestas de adhesión a las normas democráticas y que un gobierno de esa organización no entorpecería el libre ejercicio de una actividad que, como la del periodismo, es vital para la supervivencia de las normas de vida política consagrada en los ideales que dieron ori- gen al nacimiento de la República.

El hecho de que algunos dirigentes, algunos de ellos muy importantes, renegaran de tales convicciones, no venía al caso. Total, la libertad de prensa prevalecerá siempre en este país, como en cualquier otro, en la misma medida en que los periodistas libres estén dispuestos a sacrificarse por su existencia y lo que ella implica.

Pero en vista de la insistencia en dar vigencia a la iniciativa a la que se refirieron los señores Lizardo y Méndez, se me ocurría que ya que uno de los propósitos de la colegiación era la profesionalización y mejoramiento de la “clase periodística”, debería idearse algún mecanismo de admisión basado en un examen que pruebe el conocimiento de todo interesado en el manejo interno de un periódico.

Algo así como titular las informaciones, escribir correctamente, diagramar páginas, editar fotografías y algunas otras labores rutinarias. Estaba dispuesto a apostar mi sueldo a que si esto se aprobaba, la causa de la colegiación se haría muy impopular entre esos grandes núcleos de la “clase periodística” que tan vigorosa- mente velaban por ella.

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