jaque a la libertad
jaque a la libertad

En su editorial del 20 de octubre de 1978, El Caribe advirtió sobre el peligro de lo que en el país parecía ya un proceso de agudización de los espíritus de intolerancia. El fenómeno, que encaja a la perfección en estructuras totalitarias como el stalinismo o el trujillismo, había hipnotizado amplios sectores de la vida nacional.

Monopolio de las autoridades hasta hace unos años, ya entonces, escribí en mi columna, la intolerancia es una característica muy peculiar en muchas actividades del quehacer cotidiano en la República Dominicana. En esos días pretendía imponerse con el sonoro ropaje de la colegiación.

El propósito de la colegiación era evidente. A través de ella, o por ella, un grupo minoritario podía hacerse con el dominio de instituciones y círculos profesionales enteros y establecer una estructura de mando que sólo respondería, posteriormente, a un poder superior y más amplio. En la forma en que había sido plan- teada, la colegiación sería en nuestro país la simiente de una dictadura ideológica.

Lo horrible de las ideologías totalitarias es que proporcionan a las tiranías una aureola de misticismo que las hace sobrevivir más allá de su propia existencia física. Con Trujillo, que era el clásico déspota unipersonal, murió el trujillismo. Stalin en cambio inspira todavía muchos movimientos.

La cuestión está en que la ideología que justificaba a ese mons- truo georgiano encubría también sus crímenes. La consolidación de los logros de la Revolución de Octubre tenía que ser un hecho.

Si la bandera bolchevique debía sostenerse sobre los restos de millones de campesinos caídos en la más cruel campaña de colectivización de la historia, de las purgas partidarias tras los fríos muros del Kremlin o en los falsos y tenebrosos juicios de viejos revolucionarios, estaba bien que lo hiciera.

No importaba que la conveniencia política llevara a Stalin a dar la espalda a los republicanos españoles. Que virtualmente embargara los pedidos urgentes de armas o en su lugar despachara material obsoleto mientras Hitler y Mussolini volcaban todo su terrible poder a favor de Franco. La traición se entendía y estaba justificada. Había que salvar el Marxismo en Rusia.

La suerte de los ideales que la ideología impregnaba a la revolución leninista lo explicaba todo. La libertad carecía de importancia. Había objetivos más sagrados e inmediatos. Por absurdo que parezca, todos los pecados ideológicos han encontrado siempre perdón en el confesionario del totalitarismo a través de la historia.

Este cinismo gigantesco ha tenido entusiastas defensores y lo sigue teniendo en ambos extremos. Hay un momento histórico en que los intereses del totalitarismo de izquierda coinciden con los del totalitarismo de derecha. Cuando se hace imperativo conciliarlos no hay moral ni dogma alguno que cuenten. Hitler y Stalin dieron a una humanidad sobrecogida por la amenaza de una guerra destructora, el más espeluznante ejemplo de esa diabólica coincidencia.

Ambos necesitaban tiempo y espacio para iniciar la destrucción del otro. Cogieron un mapa y sobre la indefensa Polonia trazaron una línea roja: Curzón. Hitler se conformó con una mitad hacia el Oeste. Stalin, que se llevó la mejor parte, estuvo conforme con los territorios del Este, donde estaba el petróleo codiciado. Stalin sabía que Berlín necesitaba la seguridad que ese acuerdo implicaba para tender su garra de muerte sobre el resto de Europa. Sobre millones de seres se levantó una amenaza de muerte, y la paz se transformó en una débil hoja seca barrida por el gélido viento de aquel otoño gris europeo.

Para los revolucionarios que en tantas partes levantaban sus brazos y alzaban la voz anunciando la proximidad de una nueva sociedad sin disparidades, esta puñalada de muerte a la paz y a la libertad estaba más que justificada. Había que preservar la revolución, que costó tanto, del avance de las conspiraciones antiproletarias.

Cuando a la sombra del genocidio nazi, Stalin atacó Finlandia y se apropió de repúblicas enteras al oeste de sus fronteras, no fue su propósito la dominación ni el cautiverio. Fue un acto benévolo de sacrificio a favor de los elevados intereses de la ideología revolucionaria, gritaron voces histéricas en todo el mundo.

La intolerancia oculta en muchas iniciativas de colegiación puestas en boga en la República Dominicana, constituían una amenaza terrible contra una de las conquistas más importantes en años de ejercicio democrático, el derecho a disentir de las opiniones ajenas. El derecho a estar con la minoría.

Se hablaba de códigos de ética. Y eso sonaba bonito. Pero la realidad chocaba con esa belleza. Era brutal y deformante. Esos códigos limitarían la esfera del ejercicio profesional, en el caso particular del periodismo, y proscribirían la crítica en otras acti- vidades.

Me veía ante un tribunal, compuesto por unos cuantos de mis colegas de barbas, sandalias y blue jeans, respondiendo a terribles acusaciones. Mi falta eran dos artículos. Uno objetando una ini- ciativa gubernamental que dirigentes del partido estimaban lesivo a la economía y al interés nacional y el otro más bien una chanza sobre las deficiencias de la Escuela de Periodismo donde se había graduado la mayoría de mis acusadores.

Hallado culpable de esos delitos, me esperaba un porvenir negro. El fiscal, a quien yo tenía qué reescribir sus ininteligibles originales llenos de faltas ortográficas cuando, trabajaba en el diario al cual yo servía, agradecido por ello alegaba circunstancias atenuantes y la sentencia sería benévola: condenado a no ejercer más el periodismo. Como prueba de su amplitud, el tribunal me haría saber que un largo proceso de autocrítica que ponga fin a mi voluntad y a mi rebeldía podría ser recompensado con una revocación de sentencia. Es Stalin, vuelto a la vida, el que me juzgaba.

Este artículo no fue un chiste de mal gusto. Era una advertencia. La intolerancia, cualquiera que sea el manto con el cual se cubra, es una grave amenaza a la más significativa tradición reciente de la vida dominicana: el privilegio de decir o escribir lo que se piensa.

No todos los periodistas, apoyan la colegiación

El 14 de abril de 1980, rechacé la especie de que “todos los profesionales del periodismo” estuvieran de acuerdo con el pro-yecto de Colegiación de los Periodistas, por el cual propugnaba el Sindicato de Periodistas Profesionales (SNPP). Era falsa también la creencia de que todos los que nos oponíamos a ese adefesio, lo hacíamos por la circunstancia de que su eventual aprobación por parte del Congreso Nacional afectaría sensiblemente intereses económicos determinados.

Al igual que muchos otros colegas, me oponía a la Colegiación en la forma propuesta, porque se trataba de una iniciativa discriminatoria, que reduciría el ejercicio profesional a un grupo selectivo, muchos de los cuales no tuvieron el privilegio de educarse en una escuela universitaria, requisito que la legislación haría en el futuro obligatoria para el ejercicio periodístico.

Escribí que muchos periodistas, que no eran precisamente empresarios, se oponían a la colegiación, aunque no tuvieran el valor suficiente para decirlo públicamente. Hacía unas cuantas semanas, me había reunido con un grupo de periodistas de diversos órganos de comunicación, radiales y escritos, y el tema obligado de conversación fue este proyecto, que entonces no había sido entregado todavía por el SNPP a la Cámara de Diputados.

Me sorprendió el hecho de que a pesar de las fuertes objeciones de fondo que se hicieron en esa reunión, cuando sugerí que podíamos hacer un pronunciamiento al respecto, a fin de disipar la creencia generalizada de que todos los periodistas, sin excepción, respaldábamos el proyecto, todos los presentes coincidieron en que la moción era contraproducente.

Esa actitud, muy típica de los momentos que vivía el país, era un síntoma terrible de la inercia que paraliza a muchos sectores de opinión ante el avance del radicalismo. Me oponía a la colegiación, no porque sea empresario ni director de periódico. Me oponía a ella, simplemente, porque era y soy periodista.

Una de las ideas que se vendía a favor del proyecto era la de que tenía defensores y detractores. Y de que éstos últimos eran empresarios ricos que veían en la colegiación una amenaza a sus intereses.

No era ni soy ni rico ni director de periódico. Así que en mi caso, como en muchos otros, estaba en contra del proyecto bási- camente por su carácter limitativo del ejercicio de una profesión que, en sociedades libres, es y debe ser el derecho de todos los ciudadanos.

Al restringir en el futuro el ejercicio del periodismo a las per- sonas que posean el privilegio de costear estudios universitarios, no se tomaba en cuenta el hecho de que sobre todo el periodismo es una actividad vocacional y, que una parte considerable, sino la mayoría, de los periodistas que entonces laboraban en los dife- rentes medios de comunicación dominicanos, jamás visitaron un aula universitaria.

Además no se tenían garantías de que la colegiación mejoraría la calidad del periodismo dominicano.

Era escéptico respecto a este punto. La creencia de que la co- legiación promovería un mejoramiento moral y técnico de la pro- fesión no tenía asidero, puesto que no se sabe todavía de ninguna escuela capaz de formar por sí sola buenos periodistas. Es como si formáramos una escuela para hacer buenos pintores o poetas. En tales casos, como en el del periodismo, las escuelas sólo sirven para ayudar a encausar vocaciones manifiestas.

Las escuelas de periodismo que funcionaban en el país, por las razones que fueran, y a pesar del excelente esfuerzo que realiza-ban, no estaban en condiciones de preparar el personal capaz de asumir la dirección y preparación de un diario. Y esto es así, bási- camente por la falta de exámenes de aptitudes de preingreso y por la carencia total de equipos que enseñaran a los estudiantes la for- ma en que funcionan internamente los periódicos y las revistas.

La experiencia demostraba además, que muchos de los gran- des periodistas dominicanos, aquellos que honraban las páginas de los diarios nacionales, y ayudaron a formar opinión pública sobre asuntos del más alto interés fueron y eran personas que lle- garon al periodismo por vocación, algunas de ellas subiendo en la escala social desde puestos de mensajeros y repartidores de pe- riódicos, y no precisamente de una escuela especializada. Nadie tenía derecho a impedir que muchos otros dominicanos gozaran en el futuro de ese privilegio que tantos periodistas de entonces y ahora tuvieron en el pasado.

Respecto a los argumentos de que la colegiación mejoraría sustancialmente los niveles de vida de los periodistas, estaba de acuerdo con las observaciones formuladas editorialmente por el Listín Diario en el sentido de que el proyecto del SNPP no contemplaba reivindicaciones de carácter laboral “dignas de tomarse en cuenta”.

Existían muchas otras cosas objetables, como el hecho de que la Colegiación sólo abarcara a los redactores de noticias y fotó- grafos, cuando estos constituyen una minoría en cualquier diario o revista. ¿Quién se atreve a sostener que sean los periodistas los únicos responsables de la excelencia o los defectos de un perió- dico? Un diario no es bueno sólo porque esté bien escrito y pre- sentado. En él juegan muchos factores de la más diversa índole, y sobre los que los periodistas no tenemos influencia alguna.

El debate de la colegiación llega al Congreso

El 9 de septiembre de 1980, expuse en la vista pública celebrada por la Cámara de Diputados, acerca del proyecto de ley que crearía el Colegio Dominicano de Periodistas.

Mi exposición fue la siguiente:

Señores Legisladores: Los patrocinadores de la Colegiación de los periodistas sostienen que la aprobación de este proyecto de ley mejoraría, como por arte de magia, la calidad técnica y profesional de la “clase”, para usar sus propias palabras.

Con la venia de los honorables miembros del Congreso, aquí presentes, me creo en el deber de advertirles que esa es una de las grandes distorsiones que se han producido en este largo debate en el que está en juego una de las bases de nuestro sistema político y social: la libertad de expresión.

Lo primero es que ninguna de las escuelas de periodismo que funcionan en el país está en condiciones físicas de suplir las enseñanzas prácticas que se adquieren en las salas de redacciones de los periódicos, las estaciones de radio y las plantas de televisión.

No hay máquinas de escribir en nuestras escuelas de periodismo para simular salas de redacción, ni tampoco teletipos, o máquinas tituladoras, para citar sólo algunos de los elementos que componen la compleja estructura física que hacen posible la salida de un diario o de una revista.

Muchos de les profesores que en ellas enseñan, son periodistas “empíricos”, formados en los medios de comunicación. La única diferencia entre un egresado de una de esas escuelas que llega por primera vez a un periódico, y la de cualquiera de aquellos que se acercan a las redacciones en busca de una oportunidad para abrirse camino en la vida, es un alud de conocimientos teóricos que no ayudan mucho al primero.

Generalmente, la mayor parte de ésos conocimientos, asimilados en las aulas sin el auxilio de las elementos que permitan su aplicación práctica, sirven de muy poco a los estudiantes de periodismo que llegan a las redacciones.

No sugiero con esto que sea contrario a las escuelas de periodismo. Ni tampoco que esos planteles sean inoperantes. Lo que sí me gustaría es desterrar la falsa impresión, señores legisladores, de que esas escuelas puedan ser suficientes para mejorar la calidad técnica y profesional del periodismo dominicano.

El periodismo, básicamente, es una tarea vocacional. Nuestros mejores periodistas no han sido productos de esas escuelas. Los hombres que hicieron historia en las páginas de nuestros diarios, surtieron de sus mismas entrañas. A veces descubrieron sus apti- tudes desde oscuras posiciones, como teletipistas o correctores de prueba. Muchos llegaron a las redacciones como simples mensajeros.

Yo soy egresado de una escuela de periodismo. Y por experiencia sé que los conocimientos fundamentales se adquieren al través del ejercicio. Cuando llegué por primera vez a una redac- ción pletórico de entusiasmo, con un caudal de conocimientos teóricos respecto a cómo hacer un “lead”, redactar un reportaje o hacer una entrevista, sufrí una gran decepción inicial. Dos semanas fueron suficientes para entender que realmente no sabía nada. Por fortuna comprendí que todo lo aprendido en tres años en la Universidad a lo sumo serviría, en esta profesión, como un punto de apoyo a partir, del cual podía comenzar realmente mi aprendizaje.

No alcanzo a comprender, señores legisladores, cómo podrán hacerse cargo de la organización y elaboración de un diario, una revista o un noticiario de televisión, profesionales egresados de escuelas en las que nunca han visto una rotativa, una máquina componedora, un taller de fotograbado o una sofisticada máquina de video casete.

Las escuelas de periodismo serán siempre importantes, no cabe duda. Pero no sé de ninguna de ella que haya graduado nunca un periodista, en el sentido formal y estricto de la palabra.

Por lo demás, no creo que pueda haber justificación a la ten- tativa de limitar el derecho que tiene la juventud dominicana de encauzar su vocación llegando al periodismo por la vía más expedita: las propias redacciones de los medios de comunicación.

Resulta paradójico que la mayoría de los periodistas que se muestran hoy fervientes partidarios de la Colegiación se formaran o comenzaran a formarse en los propios periódicos, sin pasar nunca por un aula universitaria de periodismo. Y resulta más incongruente aún que sean esas mismas personas las que traten ahora de despojar a los demás de las oportunidades que ellos tu- vieron.

Nuestro periodismo es lo que es hoy, un buen ejemplo de pluralismo, debido a que esa oportunidad existió y existe todavía. Desde el momento mismo en que limitemos su ejercicio a un grupo de privilegiados a los que la suerte o el dinero les permitió asistir a escuelas especializadas que, dicho sea de pasada, no están a la altura de los avances tecnológicos que imponen normas y características al periodismo moderno, lo estaremos convirtiendo en un oficio elitista y, por ende, desnaturalizando sus propósitos.

Aquí se está debatiendo, por tanto, no sólo el futuro de una libertad fundamental, como es la de expresión, sino el derecho que tienen nuestros jóvenes carentes de recursos de obtener la oportu- nidad que tuvieron otros de encontrar en el periodismo un medio digno de ganarse la vida.

Antes de concluir quiero hacer esta observación. Se ha querido presentar el proyecto de la Colegiación como un instrumento de lucha reivindicativa de los derechos sociales y económicos de los periodistas.

Pero ¿algunos de nosotros ha reflexionado sobre lo que sería este instrumento brutal en manos de un Duvalier o de un Pino- chet? Le bastaría a cualquiera de ellos expulsar del Colegio a dos o tres de sus miembros para apuñalar mortalmente la libertad de prensa como un paso inicial hacia el aniquilamiento total y completo de la libertad de expresión y con ello toda posibilidad de disidencia.

Yo quiero hacer esta otra reflexión. Defiendo mi derecho a pertenecer o no a una entidad determinada. Ese es un derecho que me asiste como hombre libre, en una sociedad libre. Establezcamos ahora una hipótesis. Se aprueba la Colegiación. Yo me resisto a formar parte de ella, ¿se me puede por esto prohibir el derecho a ganarme el sustento de mi familia en el ejercicio de una profesión a la que he dedicado 14 años, mucho más de un tercio de mi existencia?

¿Dejo por ello de ser lo que soy, un periodista?”

Posted in Jaque a la Libertad. El derecho a la No Asociación

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