Las libertades sólo tienen sentido si se ejercen. Y una de ellas, la de expresión, es tan frágil y vulnerable en países con débiles instituciones democráticas, que su preservación requiere de una vigilancia permanente.
Los hechos demuestran que todavía en la República Dominicana un derecho básico como el de la libertad de prensa, depende del grado de tolerancia de sus gobernantes. Por regla general, en las naciones en que esto sucede el régimen de derecho está siempre sujeto al capricho o a la voluntad de unos cuantos burócratas.
Las libertades son indivisibles. Y no importa cuán amplias éstas luzcan cualquier pequeña erosión de una de ellas afecta la imagen externa del conjunto. Así el cierre de una estación de radio, la suspensión de un programa de televisión o la prohibición de las transmisiones en vivo por unidades móviles radiales, empañan tremendamente el ejercicio de la libertad de prensa, sin importar que en ese momento decenas de periódicos revistas y plantas de radio y televisión ejerzan libremente ese derecho.
El Gobierno es el adversario natural de la prensa. Por muy democráticos que parezcan, los hombres del Gobierno terminan siendo dominados por la intolerancia. Esa es una regla universal- mente aceptada y comprobada.
De ahí la necesidad de una vigilia constante y permanente, áspera si es necesario, para garantizar el ejercicio de ese derecho sin cortapisas ni tentativas de censura previa o táctica.
Se tiene la creencia de que los periodistas, por lo regular, son personas con un olfato especial para detectar los cataclismos y advertir las amenazas cuando éstas se encuentran aún en ciernes. Sin embargo, la experiencia enseña que hemos sido incapaces de otear con claridad las amenazas contra nuestra propia independencia.
Como en otras esferas del desenvolvimiento social, las campañas contra la libertad de prensa comienzan con pequeñas seña- les. Crecen en la medida en que los propios medios periodísticos consienten, por dejadez, complicidad o falta de visión, que se expandan y los destruya. Por ser la más fuerte, la que más poder e influencia ejerce sobre una sociedad, la libertad de prensa se convierte casi siempre en el blanco favorito de los gobernantes.
Una prensa libre e independiente hace más difícil la tarea de un Gobierno, por lo menos en el sentido en que la miopía de los gobernantes así lo entienden. La razón es que una prensa crítica se atribuye la misión de una evaluación constante sobre el manejo de la cosa pública. Y por lo regular aquellos designados por voluntad popular para cuidar de ese patrimonio normalmente se olvidan de sus responsabilidades y terminan invirtiendo los patrones.
El ejercicio del poder los conduce irremisiblemente al error de creer que la obligación se la debe el país a ellos y no al revés. Y es a causa de esa distorsión del papel del Gobierno, que se come- ten muchas de las violaciones y atentados, abiertos y encubiertos, groseros y sutiles, que en forma periódica afectan el libre ejercicio del periodismo en países con escasa tradición democrática.
Si tuviera que resumir en pocas palabras mi experiencia profesional al través de años de labor periodística y transmitirla a estudiantes o aspirantes a la profesión, les diría: “Desconfíen siempre de lo que dice un funcionario, tanto más si habla seriamente”.
En los últimos años ha crecido la tendencia en algunos Estados a fijar reglas para definir el concepto de la responsabilidad periodística. La experiencia histórica nos enseña que toda tentativa de imponer reglas a la conducta y responsabilidad de los diarios y otros medios de comunicación termina desvirtuando el espíritu del papel de una prensa independiente en una sociedad libre y democrática.
No es posible determinar cuál es el límite de esa responsabilidad, a menos que no sea la que se fije a sí mismo cada periódico, revista o noticiario de radio o de televisión. Esa responsabilidad es, y debe ser, la resultante del libre albedrío de los directores o aquellas personas que la comunidad a la que un diario o cualquier otro medio de comunicación sirvan, llegue a determinar.
Siempre que la autoridad pública, cualquiera sea su naturaleza, pueda directa o indirectamente limitar esa responsabilidad, la independencia y la libertad periodísticas quedan virtualmente suprimidas. He dicho y escrito en diferentes oportunidades que la intervención de un gobierno en el campo de la actividad periodística equivale a otorgarle la capacidad de decidir qué puede o debe publicar un diario. La libertad de prensa ha desparecido finalmente en todos los países donde esa capacidad ha sido transferida de los despachos y escritores de directores y jefes de redacciones, a los edificios de algún ministerio. No hay un solo ejemplo que pruebe lo contrario.
El país necesita un grado mayor de disidencia porque en muchos momentos de su historia reciente ha estado muy peligrosamente cercano a cierta forma de unanimidad que no asegura nada bueno. Ese fenómeno se presentó y todavía se sigue presentando con características alarmantes, en un amplio sector de la prensa. Más gente debe estar dispuesta a decir no cuando todo el mundo a su alrededor alza su voz en coro para dar su consentimiento y expresar un sí a la verdad oficial, provenga ésta de la autoridad pública o del partido.
Se necesita de una prensa verdaderamente libre, y exenta de prejuicios, capaz de dejar oír su voz cuando el eco de la multitud sea arrastrado por la corriente. La forma en que ha sido plantea- do el denominado Nuevo Orden Informativo por la Organización de las Naciones Unidas para la Ciencia, la Educación y la Cultura (UNESCO), no es más que un intento encubierto por imponer controles a la prensa libre e independiente.
La esencia del planteamiento de la UNESCO sospechosamente respaldado en su momento por la Unión Soviética, Cuba y otros países regidos por gobiernos autoritarios y totalitarios, en ambos extremos del espectro político, es incompatible con la idea de libertad y el sano y sereno juicio crítico. La URSS ya no existe. Pero su legado de negación de la libertad aún persiste. Esta obra narra la férrea lucha contra los intentos de aniquilar la prensa indepen- diente y crítica a través de la creación de medidas de corte totalitario disfrazadas con falsas promesas de reivindicaciones sociales y de equilibro informativo. No me opuse a la formación de un Colegio de Periodistas, sino al propósito de hacerlo obligatorio y con- dicionar el ejercicio de la profesión al requisito de pertenecer a él.
El derecho de asociación, invocado tantas veces en este caso, involucra el derecho de cada individuo a pertenecer o no a una entidad determinada. Los periodistas tienen todo el derecho de asociarse en el modelo que la mayoría de ellos escojan, pero no se le puede regatear a la minoría, en la eventualidad de que este fue- ra el caso, el derecho a negarse a una asociación que por razones de conciencia esa minoría se ha impuesto a sí misma.
En los últimos años, las amenazas contra la independencia pe- riodística han cobrado en muchas partes del mundo la forma de un debate internacional con ribetes doctrinarios. Las sociedades libres han tenido siempre respuestas más adecuadas a las necesidades materiales de sus habitantes que los sistemas totalitarios, tanto los de la izquierda como los de la derecha. No existe en la historia un solo caso que pruebe que la dictadura permanente sea más eficiente, en cualquier orden, que la democracia o cualquier otra forma de vida libre.