Las elecciones de EE.UU. se acercan a su final y no es de sorprender el interés que provocan afuera y adentro, pues no solo se trata de lo que ocurre en la nación más poderosa del mundo pese a las evidentes muestras de desgaste de ese imperio, sino del efecto que puede tener para todos su resultado.
Esto así porque para muchos la posibilidad de que Trump gane es preocupante pues con su discurso xenófobo, misógino, de incitación al odio y la división, negacionista de los efectos devastadores del cambio climático, su reiterado desprecio por el imperio de la ley y las instituciones, su tendencia a decir mentiras, su perfil narcisista y su carácter autoritario, tildado incluso de fascista por ex cercanos colaboradores, más el prontuario de delitos que se le imputan y por los cuales tiene juicios aún abiertos por inconductas como persona, como presidente y como empresario, representan un peligro para la democracia y para la pacífica convivencia no solo de ese país, dividido ideológicamente, sino para el actual mundo sin fronteras.
En esta era del espectáculo en la que las teorías conspirativas florecen y las mentiras se expanden velozmente en las redes sociales, la bochornosa declaración de Trump durante la campaña de 2016 de que “podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos” constituye un oprobioso presagio de hasta dónde llega la inusitada lealtad de sus seguidores, que por fanatismo, egoísmo o corta visión están dispuestos a cerrar los ojos ante las más alarmantes muestras de su comportamiento.
Algunos justifican su adhesión bajo el pretexto de que él encarna con su discurso populista hacer grande a ese país otra vez (“MAGA”), lo que en gran medida es restaurar el sentimiento de superioridad racial al que se puso fin con las luchas por la igualdad de derechos llevadas a cabo por Martin Luther King y otros líderes de ascendencia afroamericana, otros porque supuestamente él representa valores cristianos por su rechazo al aborto, cuando lo cierto es que en su vida no se ha distinguido por vivir conforme a estos valores, y por el contrario múltiples imputaciones apuntan a su falta de ética y moral y su discurso es lo opuesto al mandamiento que Jesucristo nos dejó.
Otros simplemente porque a sus empresas, intereses y bolsillos les convienen más las políticas republicanas, han decidido pasar por alto los continuos irrespetos de Trump a las personas por su etnia, nacionalidad o género, sus inquietantes posiciones sobre el desafío climático o los organismos internacionales, sus violaciones a la ley y su atropello a las instituciones como fue el patético asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021 acontecido luego de su incendiario discurso de negación de los resultados de las elecciones de noviembre de 2020 en las que perdió, sin detenerse a analizar sus preocupantes rasgos de personalidad, su díscolo comportamiento y las mentiras, odio e irracionalidades de su retórica, quienes para justificarse pretenden convencer de que el peligro radica en que gane su contrincante Kamala Harris.
Aunque algunos argumentos en contra de la vicepresidenta Harris o críticas a su liderazgo puedan tener justificación, es inaceptable que su condición de mujer, y sobre todo negra como descendiente de inmigrantes jamaiquino e india, sea la punta de lanza para intentar denigrarla con todo tipo de expresiones insultantes e infundadas y para cuestionar su capacidad para dirigir esa nación denostando su coeficiente intelectual, a pesar de sus títulos, de su carrera política y de ser hija de una científica especialista en cáncer de mama y de un economista profesor de Stanford.
Es triste constatar que se repita la historia de que malos líderes saquen a flote los peores sentimientos humanos y los exacerben. El empate proyectado y la complejidad del voto electoral y popular del sistema electoral norteamericano no permiten presagiar con certitud los resultados, pero lo que sí se sabe desde ya es que si Trump perdiera no reconocerá la victoria de su contendora y pondrá a prueba nuevamente a las instituciones norteamericanas, y si ganara sería una gran pérdida para la democracia, y los principios y valores que garantizan una sana convivencia mundial, y un pésimo ejemplo de liderazgo para el resto del mundo, de lo que quizás se arrepentirían muchos que hoy parecen obnubilados por una inaudita e inconveniente lealtad.