No lo digo yo. Lo dijo, hace más de 50 años, el financista, magnate y político británico James Goldsmith, ex miembro del Parlamento Europeo. No fue él, sin embargo, quien la popularizó. Esa tarea recayó en Lee Kuan Yew (LKY), fundador y ex Primer Ministro de Singapur, quien la hizo suya no sólo en sus discursos y entrevistas, sino que partiendo de ella y convencido de que Singapur necesitaba un gobierno competente para establecer las políticas públicas que permitiesen al León Asiático alcanzar el desarrollo económico y social, estableció la política de remunerar bien a los funcionarios públicos.

LKY consideró siempre la administración del Estado de Singapur como la empresa más importante de la nación. Partiendo de esa concepción, entendió que los mejores recursos humanos del país debían ser los responsables de asumir la administración del gobierno, las empresas públicas y las entidades autónomas y descentralizadas, incluyendo la Autoridad Monetaria de Singapur y los organismos reguladores y supervisores. Convencido del mandamiento #1 de las Tablas de Goldsmith, LKY rompió con el criterio prevaleciente en los últimos 60 años en casi todos los países del mundo: al Estado deben ir los que tienen vocación de servir, sin importar la remuneración que reciban por los servicios prestados. Aunque LKY reconoció que la vocación de servicio es un factor importante a tener en cuenta, entendió que esa no era una condición suficiente para garantizar el ingreso a la administración pública de los mejores y más calificados recursos humanos del pequeño país asiático. Contradiciendo los criterios prevalecientes, tomó la decisión de que los salarios de los funcionarios públicos fuesen por lo menos iguales a los de sus contrapartes en el sector privado. Entendía que sólo así podría entronar en el Estado de Singapur una meritocracia que fomentase el ingreso de verdaderos mandarines que asumieran, junto al Primer Ministro, la tarea de transformar un pantano en una de las economías más vibrantes, innovadoras y eficientes del mundo desarrollado.

Lee Hsien Loong, hijo de LKY y actual Primer Ministro de Singapur, devenga un salario mensual de US$132,735.00, equivalente a RD$7.3 millones al mes. Sé que muchos se rasgarían las vestiduras frente a cifras de esa magnitud. Su padre LKY, que ganaba un monto similar, entendía que los altos salarios en la administración pública desincentivarían la corrupción. El salario mensual del Primer Ministro de Singapur equivale actualmente a 73.3 salarios mínimos de ese país. En República Dominicana, el presidente Abinader percibe un salario de RD$450,000.00 mensuales, equivalente a US$8,242.67, o 27.7 salarios mínimos. Si utilizamos la métrica de 73.3 salarios mínimos de Singapur, nuestro presidente debería recibir una remuneración mensual de RD$1,190,794.00, equivalente a US$21,809 al mes.

Veamos ahora que ganan los ministros en Singapur. Los ministros más importantes del gobierno de Singapur (MR1) devengan un salario de US$106,188 por mes, equivalente a 58.7 salarios mínimos. Sus colegas dominicanos perciben un salario de RD$300,000 al mes, equivalente a US$5,494 ó 18.4 salarios mínimos. Si utilizamos la métrica salarial de Singapur, los ministros más importantes del gobierno (Presidencia, Hacienda, Educación, Salud y Obras Públicas, entre otros) deberían recibir una remuneración de RD$957,065 al mes, equivalente a US$16,380. El monto sería mayor si ajustamos por el hecho de que mientras en Singapur los ministros reciben hasta 20 salarios al año, los nuestros reciben 13.

El problema de las diferencias salariales en el sector público dominicano no reside en el hecho de que las remuneraciones pagadas en los organismos reguladores y supervisores, Banco Central o Banco de Reservas, son elevadas. El problema reside en el hecho de que los salarios que se pagan a los principales funcionarios del Gobierno Central, comenzando con el del presidente, son ridículamente bajos frente a la magnitud, relevancia e implicaciones del servicio que la Constitución y las leyes les exigen proveer.

Algunos han planteado que los salarios pagados a los principales funcionarios de nuestros organismos reguladores y supervisores, incluyendo el Banco Central, son tan elevados como el salario anual que devenga el presidente de EE. UU., el cual asciende a US$400,000 de salario base más US$169,000 por otros conceptos. Olvidan que pocas inversiones son más rentables en el mundo que alcanzar la presidencia de EE. UU. Es cierto que el salario que ganaba Obama, por ejemplo, era bajísimo cuando se contrasta con los que devengan los ejecutivos de las principales empresas de EE. UU. Los presidentes de la nación más poderosa del mundo, cuando terminan su mandato, tienen asegurado, además de una pensión de por vida de US$200,000 al año, contratos por los royalties de sus libros, incluyendo memorias y biografías, que les reportan decenas de millones de dólares; ingresos que oscilan entre US$250,000 y US$670,000 por conferencia dictada; y contratos por varias decenas de millones de dólares por participación y/o narración de series de televisión y producción de películas. Si alguien lo duda, tome nota. Barack y Michelle Obama, antes de entrar a la Casa Blanca tenían una riqueza neta ascendente a US$1.6 millones. Con los casi US$250 millones que han recibido de ingresos luego de salir de la Casa Blanca, se estima que su riqueza neta supera los US$240 millones. Algo similar sucede con el presidente del Sistema de la Reserva Federal. Su salario es relativamente modesto, unos US$203,500 al año. Al terminar su mandato, percibe decenas de millones de dólares de ingresos anuales por royalties de libros, conferencias y entrevistas, entre otros. Eso es posible en los EE. UU. debido al tamaño enorme de un mercado doméstico, combinado con el hecho de que el promedio de los estadounidenses lee 12 libros al año.

A principios de este artículo señalé que “en casi todos los países del mundo” en los últimos 60 años había prevalecido la política populista, demagógica y casi siempre costosa de pagar salarios en el sector público muy por debajo de los vigentes en el sector privado. Una de las pocas excepciones fue la República Dominicana durante la denominada Era de Trujillo. En abril de 1961, un mes antes del tiranicidio, los secretarios de Estado devengaban un salario mensual de RD$3,000.00, equivalente a US$3,000. En aquellos tiempos, un vehículo Chevrolet Impala costaba US$1,500, lo que indica que los secretarios de Estado de aquel entonces podían comprar dos Chevrolet Impala cada mes. ¿A cuánto equivalen los US$3,000 que el gobierno de Trujillo pagaba a sus ministros en aquel entonces? Utilizando el IPC de los EE. UU. (IPC junio de 2022/IPC abril de 1961) se puede comprobar que los secretarios de Estado en abril de 1961 devengaban un salario mensual equivalente a US$29,830 de hoy, es decir, RD$1,568,718, más de cinco veces el salario que hoy cobran los ministros del Gobierno dominicano.

Visto lo anterior, lo peor que podría hacerse en el país cuando se decida revisar la estructura salarial en el Estado dominicano es reducir los salarios de los funcionarios de los organismos reguladores, del Banco Central y del Banco de Reservas. Lo sensato y razonable es aumentar significativamente los salarios de los funcionarios del Gobierno Central, comenzando con el salario del presidente de la República. Ese ajuste salarial, para que no termine en despilfarro, debe ir de la mano con un proceso efectivo de selección de los ministros, privilegiando más la capacidad, la experiencia y la preparación que la lealtad partidaria o el trabajo en la campaña electoral. Lo anterior, sin embargo, no debe entenderse como un respaldo a los aumentos recientes que se han dispuesto en los salarios de los funcionarios de los organismos reguladores y supervisores. La economía política del ajuste salarial, en un momento tan difícil como el que atraviesa la mayor parte de la población debido a la inflación predominantemente importada que enfrentamos y el desempleo que nos dejó la pandemia, aconsejaba que lo prudente era posponer esos ajustes hasta que el “índice de miseria” bajase. El desconocimiento sobre la economía política de los ajustes y las reformas, unido a la inexperiencia, puede provocar estos errores costosos tanto en lo político como en lo económico, pues abren las compuertas para que el volcán de ignorancia que habita en las redes sociales erupcione la lava de odio y resentimiento que lleva dentro.

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