Cuenta Irene Vallejo en su hermoso libro “El Infinito en un junco” que cuando Alejandro venció al rey persa Darío “le presentaron entonces un cofre, el objeto más precioso y excepcional del equipaje de Darío. ¿Qué podría ser tan valioso como para guardarlo aquí?, les preguntó a sus hombres. Cada uno hizo sus sugerencias: dinero, joyas, esencias, especias, trofeos de guerra. Alejandro negó con la cabeza y, tras un breve silencio, ordenó que colocaran en aquella caja su Ilíada, de la que nunca se separaba”. Según se dice, Alejandro, “dormía siempre con su ejemplar de la Ilíada y una daga debajo de la almohada”.
La Ilíada era una especie de libro de texto griego. Con él enseñaban a los niños historias y tradiciones, el pasado necesario para entender el presente. También, la exaltación del valor; una de las virtudes cardinales de la vida; quizás Alejandro se sintió Aquiles.
Alejandro, (el Dios-hombre), recorrió y conquistó el mundo conocido “sin separarse de su ejemplar de la Ilíada, al que acudía, según dicen los historiadores, en busca de consejo y para alimentar su afán de trascendencia”, dice Vallejo. Eso dice lo importante de un libro que contiene muchos de nuestros mitos, sueños y certezas. No podemos olvidar que el mundo griego y el judeo-cristiano son centrales en nuestra cultura.
En la Ilíada, según Homero “quien a los dioses obedece es por ellos muy atendido”, por eso vemos cómo éstos toman partido en las disputas humanas. Razón por la cual, por ejemplo, “durante todo el día los aqueos, aplacaron al dios con canto, entonando un hermoso peán a Apolo, el que hiere de lejos, que los oía con el corazón complacido” (Canto I). Los dioses griegos son muy humanos: aman, odian, envidian, les gusta la guerra, aman el poder. O, quizás, al revés, los humanos griegos parecen dioses con las virtudes y los defectos de los inmortales habitantes del Olimpo.
En la Ilíada coexiste todo tipo de personajes interesantes, complejos. Uno de estos es Tersites, que aparece en el Canto II, y del cual Alessandro Baricco en su texto “Homero, Ilíada”, donde “hace una serie de intervenciones al texto,” para adaptarlo a una lectura pública moderna, nos dice, en primera persona:
“Todos me conocían. Yo era el hombre más feo que había ido allí, al asedio de Troya: patizambo, cojo, los hombros encorvados y contraídos sobre el pecho; la cabeza picuda, cubierta por una rala pelusa. Era famoso porque me gustaba hablar mal de los reyes, de todos los reyes (…) y, por eso mismo, los reyes de los aqueos me odiaban. Quiero explicaros lo que yo sé, para que así también vosotros comprendáis lo que yo comprendí: la guerra es una obsesión de los viejos, que envían a los jóvenes a librarla”.
Tersites era “el más feo de los hombres”, pero era muy elocuente y decía lo que entendía sin temor al poder. Por eso lo mandaron a callar. Nos dice Homero: “Tersites parlero! Aunque seas orador facundo, calla y no quieras tú solo disputar con los reyes (…) no tomes en boca a los reyes, ni los injuries (…)”. Esa actitud, de choque frente al poder, siempre será necesaria.