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Durante toda la campaña electoral de los Estados Unidos los principales medios de comunicación de ese país y de Europa no cejaron en calificar al candidato Trump como racista, xenófobo, misógino, autoritario, machista y delincuente convicto. Incluso, uno de estos medios tituló su crónica sobre el proceso electoral como una lucha entre un delincuente convicto y una fiscal exitosa, para así hacer resaltar que el candidato republicano había sido considerado culpable de acoso sexual por un jurado de un tribunal de la ciudad de Nueva York.

No obstante todos estos calificativos, las principales firmas encuestadoras norteamericanas vaticinaban una campaña cerrada entre los dos candidatos y hacían depender el triunfo de uno u otro candidato del resultado en las urnas en los denominados estados pendulares, que en cada elección pueden oscilar entre demócratas y republicanos.

El mismo día de las votaciones cuando se fueron conociendo los resultados de cada uno de los estados que forman los Estados Unidos de Norteamérica se pudo saber que los calificativos contra Trump no le habían mermado su caudal electoral y que las firmas encuestadoras erraban al vaticinar unas elecciones cerradas.

Trump triunfaba por amplio margen, con una mayoría de más de trescientos colegios electorales y con una gran ventaja en el voto popular sobre su contrincante Kamala Harris, lo que obligaba a una revisión de los análisis que se habían realizado durante la campaña.

¿Qué había sucedido? Pues que los Estados Unidos ya no era la sociedad de antaño, la del sueño americano, la del bienestar y el ascenso social que comenzó a manifestarse con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial. Una sociedad de consenso, de armonía, de trabajadores blancos que habían ascendido a la clase media, y que recibía con beneplácito inmigrantes que venían a colaborar con su trabajo al desarrollo de la gran nación.

Desde los primeros años de la década de los 80 del pasado siglo, aquel estado keynesiano había comenzado a desmontarse para dar paso a un neoliberalismo que postulaba el achicamiento del Estado, la liberación de todos los controles, la primacía de lo individual sobre lo colectivo, y todo ello condujo en el decenio del 90 a la globalización con sus postulados básicos de libre circulación de bienes y mercancías y abolición de las aduanas.

Todo esto implicó un cambio de paradigma en que hubo ganadores y perdedores. Los primeros, unos pocos; los segundos, la mayoría, y entre estos los trabajadores blancos del cinturón industrial de los Estados Unidos que veían sus fábricas desplazarse hacia países subdesarrollados en busca de salarios deprimidos; los estudiantes que tenían que endeudarse para poder acceder a las más prestigiosas universidades, los afroamericanos que de pronto se encontraron con graves dificultades para continuar mejorando su condición de vida, especialmente después de haber conquistado legalmente la igualdad social.

Todo esto lo comprendió muy bien Donald Trump, como lo entendieron también Orbán en Hungría y Milei en Argentina. Había que llegar al electorado con una propuesta pragmática, como un rebelde contra los políticos tradicionales que abandonaron a la ciudadanía, con una campaña machista de superhombre que con el miedo y la rabia resolvería en lo inmediato el desamparo en que se encontraban los perdedores de la globalización.

Fue esta realidad la que no supieron interpretar los demócratas liberales norteamericanos. El Partido Demócrata tradicionalmente fue el partido de los obreros, la organización identificada en la lucha contra la pobreza y la desigualdad, y en la medida en que fueron alcanzando sus metas se olvidaron de que sus votantes tradicionales habían comenzado a sufrir los embates de una nueva época que había dejado atrás al estado de bienestar.

Creyeron que su prédica contra la pobreza y la desigualdad había cumplido su ciclo y enarbolaron un discurso contra las creencias religiosas, el menosprecio a la familia tradicional, el denuesto a los valores culturales e históricos del pasado, y no se percataron de que esa narrativa tóxica los alejaría del hombre común y corriente que ama sus raíces, que cree en Dios y en la familia, que aprecia sus tradiciones.

Fue ese discurso tóxico que condujo al inmigrante latino a votar por Trump, a pesar de que este los ha insultado y amenazado con deportarlos; al trabajador blanco norteamericano, hoy empobrecido por las nuevas políticas neoliberales, para quien es más importante recobrar sus condiciones de vida que escuchar a los demócratas hablar sobre el aborto; a un número creciente de afroamericanos, que vive en pobreza y que poco le importa que se le hable de una política de género.

Es esta realidad la que explica que Donald Trump haya ganado el apoyo de los ciudadanos con rentas más bajas y sin estudios universitarios. Paradójicamente, la clase trabajadora norteamericana ha encontrado un nuevo líder en un hombre que, por su fortuna, su modo de vida y su discurso se encuentra en sus antípodas.

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