Desde hace algún tiempo se viene hablando del necesario relevo en los liderazgos de los partidos, pero, equivocadamente, se asocia el fenómeno-anomia con el binomio-concepto edad-género y no debería ser ese precisamente el criterio determinante, si no otros, pues no olvidemos “que los liderazgos no se decretan” ni mucho menos se heredan biológicamente, a menos que la dialéctica, los méritos y la trayectoria partidaria sean sustituidos -como a veces ocurre- por el dedo, la herencia o, la impostura en “procesos” despojados de todo viso democrático.
Y la observación no es nueva, ya vimos, en los años 80-90, cómo Felipe González -expresidente de España-, si mal no recuerdo, se quejaba de que siempre veía las mismas caras en los liderazgos nacionales. Lógicamente, con la desaparición de los grandes líderes: Juan Bosch, Joaquín Balaguer y José Francisco Peña Gómez, de golpe y porrazo, el país vivió un relevo, cuasi forzoso, donde el PLD -por la escuela de cuadros que fue (gracias al referente político-doctrinario Bosch)- hizo la mejor transición y supo colocarse en la cresta de ese momento -político-coyuntural- que devino luego en sociopolítico-electoral en las figuras-liderazgos de Leonel Fernández, Danilo Medina; y, en menor medida -y por otra vía-, de Hipólito Mejía. Sin embargo, ese relevo -de los grandes liderazgos nacionales- sólo operó a ese nivel, pues con ello se instaló, también, una claque política-jerárquica que apeló –para su permanencia y hegemonía- a la peor herencia política-cultural del caudillismo (histórico-estructural): el conservadurismo. De suerte y resumen, que Joaquín Balaguer devino en “¡Padre de la Democracia!” y “escuela política” exitosa por excelencia.
De modo y por ese proceso –accidentado-atrofiado-, hay que saber distinguir bien, en los partidos, quiénes, real y efectivamente, encarnan un verdadero liderazgo en ciernes; desligado del dedo, el dinero, los privilegios o, la herencia de los caudillos jerárquicos que han suplantando la institucionalidad orgánica-democrática de esos “aparatos” reducidos, hoy, a maquinarias electorales, franquicias-entelequias, bisagras o mesas replegables.
Por ello, el primer eslabón para propiciar un relevo, sano y dialéctico, del liderazgo político nacional es aprobando una legislación nacional -Ley de Partidos y de Garantía Electoral (¿será posible?)- centrada en la institucionalidad democrática de los partidos, procesos eleccionarios internos –y a cargos de elección popular- obligatorios y supervisados por la JCE y regulación de las campañas políticas-electorales (finanzas, publicidad y cedazo-pesquisa a aspirantes-candidatos).
De lo contrario, los ungidos por los dioses y aquel “pacto táctico” -mezcla de “…poderosos…”- del que habló Max Weber (1864-1920), se impondrán y se repetirá la historia circular…