La historia de la revolución soviética, como la de casi todo el movimiento comunista internacional estuvo edificada sobre un legado de mentiras y medias verdades. Con ellas se crearon una serie de .verdades históricas. para sostener el mito con el cual, todavía, se cautiva a la juventud, en algunas partes y se atribuye a la sociedad comunista un proceso permanente de evolución social que en realidad no posee ni ha tenido nunca.
El carácter “heroico” otorgado a los movimientos revolucionarios marxistas era uno de los mitos más propalados. Sin embargo, el heroismo y el sacrificio extremo no fueron las notas descollantes en muchos de esos procesos revolucionarios. Tenemos, por ejemplo, que .los diez días que conmovieron al mundo. no lo fueron en realidad. Los bolcheviques tomaron el poder en Rusia en una revuelta que duró escasamente un día y horas y en la que no hubo violencia excesiva.
La verdadera lucha había tenido lugar en marzo, cuando el pueblo, el ejército y los trabajadores se unieron a la Duma para derrocar a la dinastía zarista de los Romanov y establecer, en su lugar, el primer gobierno republicano. El gobierno provisional de Alejandro Kerenski había aplastado en julio un intento de levantamiento de los bolcheviques ordenado por Lenin. Sin embargo, algunas semanas más tarde, Kerenski comenzó a tener dificultades con los jefes militares que le creían demasiado débil y responsable del creciente poder que adquirían los bolcheviques.
El general Kornilov, jefe del Ejército, intentó un golpe de estado. Para hacerle frente, Kerenski recurrió al Soviet. Conscientes de la oportunidad que se les presentaba, Lenin y Trostki respondieron al llamamiento. Como parte del compromiso, el gobierno provisional debió armar a los Guardias Rojos y a los sindicatos controlados por Lenin. La tentativa de golpe fracasó rápidamente, pero la autoridad de Kerenski quedó muy debilitada y los bolcheviques en posición de fuerza. En medio de todas las dificultades y el descontento general por la negativa del gobierno de poner fin a la costosa e impopular guerra con Alemania, las bases políticas y sociales que sostenían al régimen provisional quedaron virtualmente desmoronadas. Fue entonces cuando Lenin creyó llegado el momento de actuar. Con una identidad falsa, el líder bolchevique logró llegar a Petrogrado (había vuelto al exilio a raíz del fracaso del levantamiento de julio) para presidir una reunión secreta del Comité Central de su partido, que decidió por mayoría aplastante que las condiciones estaban maduras para un nuevo intento de asalto al poder. El golpe tuvo lugar, esta vez con éxito, el 6 de noviembre del calendario ruso (octubre en el gregoriano, adoptado después por la URSS). Ahora ¿qué sucedió realmente ese día? El historiador Robert K. Massie, investigador de la historia rusa y de la revolución soviética, lo relata de este modo: “Ese día, el crucero Aurora, enarbolando la bandera roja, ancló frente al Palacio de Invierno. Escuadrones de bolcheviques armados ocuparon las estaciones del ferrocarril, los puentes, los bancos, los teléfonos, los correos y otros edificios públicos. No hubo derramamiento de sangre”.
En la mañana siguiente, el 7 de noviembre, Kerenski dejó el Palacio de Invierno en un coche deportivo Pierce-Arrow, abierto, acompañado de otro coche que enarbolaba la bandera norteamericana. Pasó sin ser molestado por las calles llenas de soldados bolcheviques y se dirigió hacia el sur, para buscar el apoyo del ejército. Los restantes ministros del gobierno provisional siguieron en el salón de Malaquita del Palacio de Invierno, protegidos por un batallón de mujeres y una tropa de cadetes. Frente a una mesa de felpa verde, llena de colillas de cigarrillos, los ministros llenaron sus anotadores con garabatos abstractos y proclamas de último momento: El gobierno provisional llama a todas las clases para apoyar al gobierno provisional. A las nueves de la noche el Aurora lanzó una sola descarga en blanco, y a las diez, se rindió el batallón de mujeres. “A las once, otras treinta o cuarenta descargas silbaron sobre el río desde las baterías de la Fortaleza de Pedro y Pablo. Sólo dos proyectiles tocaron levemente el palacio dañando el revoque. De todos modos, a las dos de la mañana del 8 de noviembre, los ministros se entregaron”.
Massie explica que .esta escaramuza fue la Revolución Bolchevique de noviembre., la cual a su juicio, fue más adelante “magnificada en la mitología comunista como una lucha épica y heroica”. “Lo cierto es., continúa el relato de Massie, “que la vida en la capital (rusa) apenas se alteró”. Los restaurantes, las tiendas y los cines sobre la Perspectiva Nevski siguieron abiertos. Los tranvías circularon como siempre en casi toda la ciudad y el ballet actuó en el Teatro Marynki. En la tarde del 7, sir George Buchanan (embajador inglés) caminaba en las cercanías del Palacio de Invierno y vio que el aspecto del muelle era más o menos normal”.
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En medio de los escombros y la pestilencia moral y material de la guerra, las potencias aliadas organizaron lo que sigue siendo el mayor juicio de la historia contra una nación y un puñado de hombres responsables de las peores atrocidades. Para juzgar a una Alemania nazi destruida, corroida por el hambre y la desmoralización, las potencias vencedoras habían escogido en 1945 la ciudad de Nuremberg. La elección, aunque teñida por un cinismo paradójico, no dejaba de tener un enorme significado político. Bastión del movimiento nacionalsocialista, Nuremberg había sido escenario de los momentos de mayor gloria hitleriana. Era, por tanto, importante que fuera también el símbolo de la derrota nazi.
Desde los balcones y escalinatas de su Palacio de Justicia, los dirigentes fascistas habían saboreado instantes de elevación mítica. Hitler, Goering, Hess, habían sido adorados y vitoreados allí como semidioses; enviados de una profecía mesiánica llamada a rescatar la gloria perdida de Alemania.
Allí había nacido, crecido y madurado el sueño de un dominio milenario sobre Europa. Era justo que fuera también el signo de su propia destrucción. El juicio, que se prolongó 217 días, hasta el primero de octubre de 1946, culminó con la sentencia a muerte de la mayoría de los 21 dirigentes acusados de crímenes de guerra.
Fueron recopilados tres millones de documentos. Para ello fueron precisos 403 sesiones, 30,000 metros de películas, más de 80,000 declaraciones juradas, el testimonio de 150,000 personas, de cientos de miles de organizaciones y testigos. Todo ese voluminoso material encerró otra fantástica evidencia. Demostró que una de las potencias acusadoras, la Unión Soviética, era en cierta forma tan responsable de conspiración y crimen contra la paz como la propia Alemania Nazi. Era de suponer que Stalin y la Unión Soviética no iban a ser condenados, ni siquiera acusados por ello. Pero los testimonios presentados al Tribunal Militar Internacional, creado por la Comisión de Crímenes de Guerra formada por los Aliados en 1943, fueron evidencia suficiente para que el Kremlin recibiera la condena moral de un mundo libre, hastiado y desmoralizado por la guerra. Todo había surgido en forma fortuita El doctor Alfred Seidl trataba de reunir argumentos para convencer al tribunal que su defendido, Rudolf Hess, hasta mayo de 1941 ,fecha de su vuelo misterioso a Inglaterra. el lugarteniente de Hitler, era inocente de los cargos de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, por lo que también serían condenados los otros 20 dirigentes nazis. Seidl estaba convencido de poder demostrar que la vinculación de Hess con Hitler, en los dos primeros años de guerra, era suficiente para hacer a éste responsable sólo de las acusaciones de crímenes contra la paz y de conspiración. Seidl había podido escuchar, mientras salía una tarde de la celda de Hess, que en otro lugar de la cárcel de Nuremberg, el excanciller Von Ribbentrop le confiaba un fantástico secreto a Goering.
Ribbentrop le decía que en su viaje a Moscú en 1939, antes del ataque alemán a Polonia que dio comienzo a la Segunda Guerra Mundial, había suscrito un acuerdo ultrasecreto con Stalin y Molotov, que no había sido hecho público nunca. En el supuesto de una guerra, este acuerdo delimitaba áreas de interés para los dos países. Ribbentrop yMolotov habían trazado una línea en un mapa a lo largo del Vístula y el Bug. Al Este, la Unión Soviética reclamaba derechos sobre Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania. El Oeste quedaba bajo el control alemán. Era el típico reparto del botín aún antes de que empezara la guerra. Ribbentrop había confiado también a Goering que los rusos le habían advertido que las cosas podían ir mejor para él si mantenía todo esto en secreto. El Kremlin se daba perfecta cuenta de la gravedad de la situación. Los soviéticos y los alemanes habían negado categóricamente la existencia de algún entendimiento secreto, después del ataque nazi contra Polonia y la ocupación soviética de Finlandia y las otras naciones indefensas al Este del Vístula.
Pero en la práctica ese acuerdo era la evidencia de que Stalin era tan responsable como Hitler de agresión, del desarrollo de una guerra que había llevado al mundo a la destrucción, con la mayor pérdida material y humana jamás imaginable en la historia. Seidl sabía que el conocimiento de este pacto secreto no bastaba para la defensa de su cliente ni para desenmascarar a Stalin y a Molotov. Se dedicó por eso a reunir las evidencias. Friedrich Gaus, funcionario del ministerio alemán de Asuntos Exteriores, que acompañó a Ribbentrop a Moscú, le confirmó que la noticia era exacta. El abogado discutió la cuestión con funcionarios militares norteamericanos. Por fin, algunas semanas después, un oficial no identificado a la salida del tribunal le entregó copia del documento. Gaus testificó que era auténtico y firmó una larga declaración jurada dando fe de ello. Cuando Ribbentrop fue interpelado en el juicio de Nuremberg sobre este acuerdo, los soviéticos saltaron de sus asientos y lograron que el documento no fuera aceptado como una evidencia por el tribunal alegando su procedencia desconocida. Algún tiempo después el oficial desconocido que había proporcionado a Seidl el documento fue misteriosamente arrollado por un camión procedente de la zona Este de Berlín, ocupada por los soviéticos. El Kremlin, que entonces comenzaba a imponer sus criterios sobre los de Occidente, era ya lo suficientemente fuerte como para que una revelación como ésta, por terrible y fantástica que fuera, surtiera algún efecto. El acuerdo secreto era la seguridad que Hitler necesitaba para iniciar sus planes de destrucción y expansión y Stalin lo sabía. Pero era un arreglo de mutua conveniencia, ya que daba también al dictador ruso el tiempo y el espacio suficientes para materializar sus designios de dominación total.