No importa la ideología o la geografía: los políticos de oficio no han sido capaces de autocriticarse por su descrédito ni por haber desprestigiado a sus organizaciones. Y sin mea culpa, han pretendido denunciar que la antipolítica y sus propiciadores, y cierta agenda supranacional son los culpables de su desvalorización cuasi universal, cuando deberían revisarse y reencontrarse con su esencia: las utopías; ya no románticas o ideológicas sino desde la gerencia efectiva y el bien común.
Se dejaron arrebatar lo que construyeron: sociedades dirigidas por hombres públicos que convocaban a seguirlos como redentores que, lamentablemente, en el trayecto se desviaron, en su mayoría, hacia proyectos individuales o de grupos y obviaron cómo el fondo ético-social de su prédica se derrumbaba, mientras el contraste de su bienestar individual o grupal ya era un abismo entre lo justificable y lo que saltaba a la vista: habían hecho de sus partidos empresas, de sus pasos por el poder pingües negocios y de sus liderazgos, vías para asegurarse o agenciarse vidas ostentosas, ¿o no? (entonces, ¿de qué se quejan?). Hicieron “acumulación rápida” de riquezas.
Mario Vargas Llosa, figura política polémica, pero, gústenos o no, gran escritor y de una defensa respetable e intransigente sobre libertad de prensa y de opinión, hace tres décadas radiografiió esa degradación ética-existencial de la clase política en Latinoamérica en su libro “El pez en el agua”. Una lectura que pocos políticos se atreven a hacer sin encontrarse retratados porque es más fácil buscar atajos y no responsabilizarse, ¿o no?
No es verdad que el relevo que estamos viendo -empresarios, oligarcas y outsiders- es un ente guiado por algún paradigma ético-filosófico o altruista más allá de sus intereses pero al menos reflejan el desencanto de las sociedades con todo aquello que, aunque de algunas realizaciones y tanteos de mirar hacia los desposeídos, se extravió dejando, después de décadas de predominio como clase política, pésima educación, cultura de corrupción, falta de institucionalidad y una brecha social abismal que, de seguro, con estos nuevos “políticos”, se ensanchará aun más.
Ahora lo más grave para la clase política es: ¿cómo y revertir lo que luce irreversible? Ya no se trata de que se perdió o se fragmentó el poder (Moisés Naím), sino, de cómo volver a ser creíble y la única forma de acceso al poder: elecciones que garanticen legitimidad.
Y ahí está difícil porque Trump, Bukele y Macron, por citar algunos, son el reflejo de ese fracaso y de esa bancarrota y también de ese populismo de empresarios, oligarcas y outsiders que ahora hacen la política, ejercen el poder y concitan, a veces con manos duras y otras con unos aliados-financiadores -Robin Hood de la sombra o bajo mundo-, a franjas variopintas y decisorias de las sociedades ya por apatías o indiferencias. En fin, y es penoso, estos nuevos “políticos” o redentores, han llegado y no creo que se vayan pronto (más bien, vislumbro, en nuestro país, su pronta irrupción). Y más tardarán en irse, si la clase política tradicional no entiende el mensaje: reinventarse, corregirse y pactar acuerdos para reencontrarse con esas sociedades que, de alguna forma, olvidaron. Y ojo, clase política y sus líderes, olvídense de partidos o “aparatos” a la vieja usanza. Eso ya no importa ni funciona. Importan resultados y no olvidar que quien llega al poder gobierna y debe hacerlo con el disimulo de los actuales (no son pendejos: no se suicidan ni les huelen sus socios, pero tampoco se extravían socialmente). Entendieron o “comprenden”, como decía el gran maestro Juan Bosch (de volver al poder, gobiernen con sus “aparatos” y sus cuadros; pero respetando a quienes hayan hecho carrera en la administración pública e integrar a jóvenes talentosos y meritorios si importar estrato social o bandería política). ¡Solo así!