Con la convocatoria del Consejo Nacional de la Magistratura para la selección de los magistrados que integrarán las altas cortes, surge de inmediato la inquietud del/la posible candidato/a para ocupar esas tan apetecidas vacantes. En esos aprestos veremos un listado de propuestas y toda suerte de perfiles, tras el juez idóneo.
Obvio, las condiciones de preparación académica son relevantes, los postgrados y cursos realizados, las obras de su autoría y las valiosas horas dedicadas a la docencia universitaria. También la experiencia es un criterio clásicamente apreciado, igual los valores de honestidad, honradez y eficiencia en su vida profesional.
Sin embargo, ¿son esos requisitos satisfactorios para un juez -que es lo más parecido a Dios en la tierra- ostente ese sagrado lugar en la más alta cúspide de los poderes? ¿Basta con una hoja de vida intachable para tener la potestad de tomar decisiones tan trascendentales como para garantizar los derechos fundamentales, la libertad o la debacle económica de una persona? ¿es suficiente un currículo inmejorable para quien dicta sentencias definitorias de los actos de los demás poderes del Estado?
Evidentemente que no, más allá de todo ese cúmulo de títulos, certificaciones o acreditaciones varias o apoyos de instituciones que los promuevan, debe haber un ser humano íntegro, no perfecto, pero sí con las condiciones morales y la inteligencia emocional requeridas para no dejarse obnubilar por los oropeles del puesto o el reconocimiento social. Un buen profesional, pero mejor ciudadano; un abogado exitoso, pero excelente familiar; un licenciado en Derecho con las máximas calificaciones, pero una persona con mejores relaciones humanas.
En estos tiempos no solo necesitamos al experto en las ciencias jurídicas, sino al individuo consciente de su papel y que, por encima de la aplicación de las leyes de manera exegética, tenga el conocimiento cierto de su impacto para la vida del justiciable, su familia y la sociedad.
El mejor magistrado es aquel hombre o mujer cuya sencillez le haga saber que no es superior al resto de los mortales y esté dispuesto en aprender, aun del más humilde de los servidores, donde el estrado no le haga sentir la lejanía ni perder la sensibilidad de aquel que desde el olimpo se sustrae de la realidad.
Es aquel que está consciente de que su labor jurisdiccional es un servicio invaluable a la comunidad que tendrá como remuneración intangible la satisfacción del deber cumplido, de poder mirar fijamente a los suyos, sin inclinar la cabeza, de dormir plácidamente por las noches con la conciencia tranquila y de llegar a una ancianidad plena con la certeza de hacer lo que correspondía. Ese perfil no es imposible, ese es un juez ideal ¿estamos dispuestos a obtenerlo?