A modo de exordio, conviene decir que el alegato constituye la pieza discursiva que suele rendir el orador abogacil ante el auditorio forense mediante litigación verbal o escrita, basada en el debido diseño estratégico, cuyo propósito consiste en persuadir o convencer a los magistrados tribunalicios o fiscales de que las causas asumidas en defensas de sus clientes ameritan reivindicar la razón jurídica, en aras del triunfo de la verdad procesal y de la justicia.
Debido a la experiencia acumulada, hay que aseverar a ciencia cierta que la elocuencia forense pudo ser obra perdurable en el tiempo merced a los alegatos, aunque se tratare en principio del discurso fermentado en la mente calenturienta del orador abogacil, cuyo objetivo no fuere otro que persuadir al juez, procurando ganancia de causa, a través de argucias, subterfugios, artilugios, falacias o sofismas propios de cualquier peroración florida para calar en el corazón del administrador de justicia.
En versión contraria, el rétor abogacil tenía que ser sesudo con creces, de cuya sindéresis habrían de salir alegatos objetivos para hundir raíz en la razón del juez. Esto así, debido a que, en vez de causar persuasión, la litigación incursa vendría a granjearse convencimiento, máxime cuando el derecho dejó de verse como arte, donde solía prevalecer la valoración subjetiva de la obra estética, pero en el transcurso del tiempo esta disciplina epistémica quedó convertida en ciencia y tras de sí la justicia tuvo que estribarse en la verosimilitud o verdad aproximada.
A sabiendas de que sin derecho a la defensa letrada no hay justicia, toda persona objeto de un juzgamiento forense habrá de contar con un abogado litigante que asuma la asistencia técnica apropiada, por cuya razón el juez tendrá que verse entre alegatos adversativos, máxime ahora cuando existe la preceptiva garante de la debida formalidad jurídica del juicio justo y de la tutela judicial efectiva, derivada de la Carta Magna vigente y de la archiconocida legislación codificada que desde el año 2002 hasta hoy rige la materia.
En efecto, la defensa técnica que ha de tener cualquier justiciable vino a ser garantía básica del debido proceso de legalidad constitucional, tras quedar consagrada en las Cartas Magnas prohijadas en la cultura consuetudinaria de origen anglosajón y en la tradición civil-canónica y de igual manera fue reivindicada en los códigos legislativos imperantes en todo juicio justo, pero además consta como derecho fundamental en los tratados supranacionales de carácter universal y regional.
Así, las causas en derecho no cabrían calificarse ni de buenas ni de malas, ya que todo jurista abogacil frente a cualquier caso suele abstraerse para construir su hipótesis dotada de alguna de tales posibilidades, de suerte que el cliente puede ser inocente o culpable, o bien existe duda razonable en la pesquisa o acusación en ciernes de atribuírsele, pero sin parar mientes en semejantes conjeturas se trata de un justiciable que amerita contar con la debida defensa técnica con miras a reivindicar absolución, indulgencia, mitigación punitiva o la eventualidad de ser favorecido con determinado tecnicismo jurídico.
Como harto es sabido, en la abogacía confluyen el arte o técnica y el derecho o ciencia jurídica. De ahí que el litigante abogacil lleva sobre sus hombros la pesada carga de ejercer la consabida profesión liberal con honradez, lealtad, decoro, probidad y acrisolada honorabilidad con miras a reconocer ante todo que la magistratura del juez es depositaria del más sagrado poder, donde radica el asiento de la justicia administrada con independencia, imparcialidad y equidad para así garantizar los derechos fundamentales que le asisten a cualquier persona.
Empero, hasta aquí nada impide dejar sentado que la honrosa tarea del juez queda muy lejos de ser una senda engalanada de color de rosa, dado que igual que ayer, cuando Marco Tulio Cicerón solía jactarse de haber engatusado a los administradores de justicia, hoy también pueden existir émulos de este otrora orador que profesó la abogacía en las postrimerías de la época republicana en Roma, por cuanto el consabido tribuno era partidario de tomar cualquier tipo de causa y tras de sí proclamaba que en este arte la gloria del litigante consistía en hallar excelentes razones en apoyo del caso asumido y así puso de su lado un argumento veraz, máxime cuando la ley rara vez propicia la verdad absoluta.