Cada presidente, no importa geografía, que es elegido, empieza con un determinado capital político -digamos, para empezar, el porcentaje con que fue elegido por un período determinado- y podrá invertirlo en su oferta programática, ejes centrales o lo que mejor considere de su plan o agenda de gobierno. Sólo él sabrá qué prioriza, cambia, ratifica o modifica, en función de una serie de variables sociopolíticas -coyunturas- y la situación global, prevista o no, en que discurra su administración. En definitiva, que, en el fondo, cada presidente, su equipo y asesores, decidirán, en un momento dado, qué políticas públicas implementar en función de lo que fueron ofertas de campaña o aquellas que las conveniencias políticas les dicten. A esa realidad fáctica e imponderables, se verá, siempre, expuesto un presidente (aquí o en la China).
De modo que cobra viso universal aquello que decía Ortega y Gasset “El hombre es él y su circunstancia”; dueño de su destino y esclavo de sus decisiones. Incluso, tal presupuesto -a escala personal-, cabe para cada proyecto de vida.
El preámbulo viene a cuento, porque entre nosotros; pero más en nuestra clase política, se ha hecho costumbre jugar a la desmemoria, de suerte que ya no queda un solo político -de los que han pasado por la jefatura del Estado- sin que, de una u otra forma, no haya sido tentado por llevar a cabo reformas de todas índoles, predominando las de carácter reeleccionistas en diferentes modalidades. Para más ejemplo concreto: de los cuatro presidentes, en vida, que gravitan y ejercen la política -activa y militante- dos han propiciado reformas reeleccionistas abiertas; y, de los dos restantes, uno, indirectamente -2010- las plasmó (entre otros intereses, para no jubilarse en 2012) y el actual, en todo su derecho -es su capital político- ha propuesto una serie de reformas bastantes específicas; pero la oposición insiste, alegando, entre otros argumentos, que el interés supremo-oculto es colar un tema que ni siquiera aparece en el pliego de reformas propuestas: disminuir el porcentaje -de 50+1 a 45% de los votos válidos- para ser elegido presidente, pues, según la oposición, las encuestas están diciendo que, al presidente actual, el umbral del 50+1, de cara a una posible o casi segura apuesta de repostulación -2024-, se le hace inalcanzable.
El razonamiento y la intención, oculta o no, en nuestra opinión, no es óbice ni razón suficiente para negar que, a excepción de esa supuesta oculta razón política-electoral, hay reformas, de las propuestas, de interés institucional -como la de un procurador o fiscal independiente que, honestamente, no hemos tenido, históricamente, por más amnesia o piruetas políticas-jurídicas que se quiera airear-. Incluso la propia propuesta, en ese sentido, reafirma que, efectivamente, no tenemos un procurador independiente, si no, ¿para qué consignarlo vía una reforma constitucional? ¿O es que somos ciegos?
En fin, que cada presidente es dueño y administrador de su capital político y las reformas; incluso, constitucionalmente, están reglamentadas en nuestra Carta Magna -debe especificarse los puntos o enmiendas antes de-. Otra cosa es que la oposición tenga dudas, razonables o no, sobre la determinación, coherencia y acatamiento político partidario de sus legisladores, pues solo, ante esa incógnita -y como otras veces- es que el carácter orgánico del quórum necesario pueda colapsar. Los demás argumentos oposicionistas tienen validez, pero la historia nos dice que, obediencia, coherencia y acatamiento, podrían explicar, en vía contraria, la razón última de la oposición.
Hay, para ser gráfico, un empate técnico -ambos: gobierno y oposición no quieren, como gitanos, leerse las cartas-. ¡Ellos sabrán! Y sobre lo oportuno o no para emprender un proceso de reforma constitucional, ya es harina de otro costal, y repetimos: cada presidente es dueño de su capital político y sabe, como dice el dicho popular, cuando “…se tira o se jondea”.