Apenas hace unos días que una pléyade de juristas concurrió ante el Consejo Nacional de la Magistratura (CNM) para presentar credenciales propias de la meritocracia, en busca de concursar por las plazas vacantes dejadas en el Tribunal Constitucional, ocasión que permitió poner en la palestra pública varios temas inquietantes, tales como el argüido derecho a mentir del justiciable, el álgido tópico sobre el aborto sujeto a condiciones predeterminadas y la problemática relacionada con el matrimonio entre personas del mismo sexo, pero debido a que el abordaje de semejantes cuestiones resultarían asaz prolijas, cabe entonces desarrollar de ahora en adelante el epígrafe que intitula este escrito.
Como el tema en comento de por sí constituye una antítesis axiológica, huelga traer a colación que la ética es la teoría de la moral, disciplina filosófica que a la vez suele ser el fundamento interno del derecho, ya que sus preceptos enraizados en la costumbre pueden propender hacia la juridificación, tras lo cual quedan convertidos en normas acatables en forma obligatoria, pero ante todo cabe tomar en cuenta que se tratan de reglas y principios estandarizados mediante la condigna influencia de la economía y la sociología política, de donde surge entonces la razón práctica de esta ciencia.
Ahora bien, para lograr una verdad aproximada sobre si hay un derecho a mentir, pasible de atribuírsele a cualquier justiciable, resulta oportuno recrear esta cuestión en el filo de la polémica sostenida en las postrimerías de la centuria dieciochesca entre Immanuel Kant y Benjamín Constant, por cuanto a través de tales filósofos, uno de origen alemán, precursor del criticismo epistemológico y del deber asumido como imperativo categórico, en tanto que el otro fue un pensador formado bajo el fragor de las teorías sociopolíticas enarboladas en el siglo de las luces, cuyo contenido ideológico sirvió de catalizador de la Revolución francesa.
Entrando en el desdoblamiento de esta materia, hay cabida para poner de resalto que bajo la mirada crítica de Immanuel Kant el decir la verdad constituye un deber incondicional, habida cuenta de que la mentira como falsedad deliberada nunca deja de serlo, independientemente de que resulte perjudicial o inofensivo a cualquier integrante de la colectividad social, por cuanto se trata de un vicio aniquilante de la dignidad humana, aun cuando la mendacidad tiende a verse como algo intrínseco a la naturaleza de la gente. Así, la persona inmersa en su medio circundante suele mostrar propensión hacia el fingimiento, simulación o desdibujamiento de la realidad.
Empero, Benjamín Constant mostró distanciamiento de la postura anterior, pues, aunque terminó diciendo que el ser veraz implicaba un deber, pero le quitó la absolutez o incondicionalidad, tras dejar establecido que nadie tenía derecho a recibir una verdad que perjudicare a su emisor u otra persona, por lo que semejante perspectiva quedó dotada de pragmatismo lógico, cuyo contenido adquiere mayor plausibilidad con la naturaleza humana, máxime cuando puede aplicarse en la solución de los problemas sociales, jurídicos y culturales.
Ahora bien, ni una ni otra de tales tesituras permiten dejar dicho a ciencia cierta que al justiciable se le reconozca el derecho a mentir, pero dentro del principio que versa sobre el debido proceso de legalidad constitucional existen garantías procesales impeditivas de que una persona sea obligada a declarar contra sí misma, por lo que se le permite guardar silencio para eludir responder preguntas implicatorias de una confesión dable en vulneración de su propia voluntad.
En la escena forense, al justiciable, cuando presta declaración en plena libertad y volición, tampoco se le toma juramento implicatorio de decir la verdad total, ni mucho menos cabe deducirse consecuencia jurídica si opta por guardar silencio, por lo que quizás de tan amplia prerrogativa surja en el imaginario de la gente común y hasta de los propios juristas la versión sobre la existencia del argüido derecho a mentir, máxime cuando el inculpado asume su defensa material, aunque permite pensarse que se trata de una potestad o facultad ejercitada por semejante deponente en juicio de fondo. Incluso, pudiera teorizarse afirmándose que, si algo no está expresamente prohibido, entonces queda autorizado, pero en el plano de la ética kantiana, enraizada en la enseñanza bíblica, la mendacidad vino a constituirse en el primer crimen de la humanidad, por encima del fratricidio que fue atribuido a Caín.