El 13 de abril en Lima, Perú, murió Mario Vargas Llosa, un grande de las letras y del debate intelectual. Con una carrera literaria considerada, casi por consenso, extraordinaria y en la que recibió todos los premios posibles; y unas posturas políticas que le hicieron recibir contundentes críticas, a veces, tanto de tirios como de troyanos. Esto por el viraje ideológico que dio hace varias décadas, como el péndulo, pasando de la izquierda a la derecha.

He seguido su obra con la fascinación del lector y la desconfianza del que mira la política desde lejos. He leído varios de sus libros de artículos —que valen tanto como muchas de sus novelas— pues siempre admiré más al Vargas Llosa ensayista que al novelista. En la crónica breve, en el artículo de opinión, en la crítica literaria o política, su pluma era certera: un lenguaje fluido, una cita exacta. Por eso he hojeado en estos días algunos de sus textos de opinión: Sables y utopías, El lenguaje de la pasión, La verdad de las mentiras y Desafíos a la libertad.

Sin dudas, Vargas Llosa demuestra una enorme lucidez en estos artículos, pero irritaba. Y mucho. Aunque, válidamente, podría decirse que esa es la función de un intelectual: irritar, señalar, poner el dedo en la llaga aún abierta.

Al leerlo, a veces uno no sabía si hablaba el liberal o el provocador. Si era el defensor de la democracia o el cómplice del statu quo. Pero incluso ahí, donde su pensamiento dividía, su estilo unía: era imposible no leerlo, imposible no enfrentarlo, imposible no volver a él.

Con nuestro país, Vargas Llosa tuvo una relación de mucha cercanía, empañada solo por el infame artículo titulado: Los parias del Caribe. Aunque algunos “progres” del patio, que le criticaban sus posturas sobre otros países, seguro le alabaron esa.

Empero, su conocimiento del ser nacional lo resumió en La Fiesta del Chivo, una de sus últimas grandes novelas, en las que nos retrata con gran precisión: Trujillo visto desde los ojos de Urania Cabral es también Trujillo visto por generaciones enteras de dominicanos que no se resignan al olvido. Además, es probable que Trujillo sea el gran tema bibliográfico nacional, y la mejor novela sobre el régimen es esta.

Vargas Llosa, sin dudas, fue un escritor universal, pero al mismo tiempo profundamente latinoamericano. Tocó lo íntimo, lo histórico, lo político de la región. Era no solo un gran escritor, sino también un destacado intelectual que fijaba posturas sobre la realidad, que opinaba sin temor sobre lo que creía correcto y criticaba lo que veía erróneo, sustentado en su vasta erudición y en el peso de su obra. Y allí dividía, ganaba críticos, pero no temía a eso. Lo cual, de por sí, ya es loable.

Hoy, prefiero recordarlo escribiendo, solo, tachando líneas. Lo imagino, como decía él de Flaubert, buscando “la palabra justa”, “la única que podía expresar cabalmente la idea”.

Y así murió: en guerra con muchos, pero reconciliado con su familia, con su país y con la literatura, que es, al fin y al cabo, el lugar donde él es uno de los grandes.

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