La transgresión suele ser, aunque no siempre, una característica de los genios, precisamente porque la genialidad tiene que ver con la capacidad de arremeter contra los paradigmas establecidos y crear algo totalmente nuevo, que a veces contradice la ortodoxia, lo aceptado por la mayoría, y simplemente lo transforma.
Frank Lloyd Wright, el gran arquitecto sin título que diseñó “la casa de la cascada”, repudió la arquitectura del Renacimiento por su chatura, por su incomprensión del espacio interno y por privilegiar las fachadas.
En un pasaje de su novela La muerte de Artemio Cruz, (pag. 93, Alfaguara 1962) Carlos Fuentes usa repetidamente un verbo que en argot mexicano significa copular, pero en su forma más vulgar, y ese contenido no quita que su novela sea una obra de arte.
Picasso inventó una pintura basada en la figura del cubo como punto de partida, Le Corbussier convirtió al hormigón armado en el elemento básico de las construcciones, y podríamos llenar páginas enteras con ejemplos de este tipo.
Sin embargo, en el arte, sea la pintura, literatura, arquitectura o escultura, la transgresión no significa sinónimo de genialidad, porque para transgredir paradigmas, primero hay que conocerlos profundamente, debido a que solo así se pueden operar modificaciones visibles.
Dice Borges en un cuento titulado “El acercamiento a Almotásim” que la más infantil de las tentaciones del arte es la de ser un genio, y cuando el camino que se elige para serlo, o más bien para para parecerlo, es la transgresión envuelta en lenguaje vulgar; el resultado es lamentable, y aunque resulte exitoso para quien lo haga, ese éxito siempre será momentáneo y efímero.
Nadie puede transformar lo que no conoce, mucho menos el arte, porque conocerlo requiere constancia y estudio, y para eso es esencial, casi tanto como la creatividad y la originalidad, la disciplina.
Si partimos de este concepto será fácil comprender que no se puede confundir ni mucho menos igualar transgresión con genialidad, que la vulgaridad solo es válida cuando tiene un propósito superior de ilustrar una realidad o denunciar una injusticia y, como alguna vez lo expresó el escritor argentino Alejandro Dolina: “Se puede ser ortodoxamente genial como también transgresoramente estúpido”.