Papalotes en México, volantín en Chile, papavento en Galicia, barrilete en la Argentina, chichiguas en República Dominicana, podemos definirlas como juguetes aerodinámicos; recuerdos luminosos de la niñez de los que hoy peinamos canas.

A la mayoría de mis amigos dominicanos se les pinta un brillo especial en el rostro cuando evocan el proceso de elaboración de uno de estos ingenios voladores, un conocimiento que se iba transmitiendo del padre al primer hijo varón, y de los hermanos mayores a los más pequeños.

Había que ir al mercado o a la librería más cercana, por supuesto que “dando pata” porque había que reservar las monedas para comprar los pendones (varillas generalmente de caña), el papel-vejiga que era más liviano y de colores variados, un madejo de gangorra y goma de pegar, que para ahorrar era reemplazada por maicena o harina blanca.

Una vez en casa uno ataba con hilo (gangorra) los pendones por el centro, pasaba después el mismo hilo por las puntas para armar el cuadro, recortaba el papel y lo unía cuidadosamente con el pegamento hecho con maicena y agua, si sobraba algo se podían hacer unos flecos de adorno, había que conseguir un trapo viejo para ponerle una cola, colocarle las riendas o frenillos, y ya estaba listo ese juguete saltarín que se alzaba con absoluto desparpajo sobre los techos de las casas.

“Encampanar” una chichigua en este país era ponerla a volar, una felicidad de la que disfrutábamos los habitantes de los callejones que siempre teníamos un baldío cercano, lejos de postes de luz que pudieran entorpecer el “viaje” de aquellos aparatos que desafiaban las leyes de la física para quedarse colgados ahí, como si iluminaran el cielo diurno con sus colores chillones y jugaran a reírse con el viento.

Ahora las chichiguas ya vienen hechas con figuras impresas sobre polietileno, los pendones han sido reemplazados por livianos tubitos de plástico y la vieja gangorra suele ser una madeja de nylon.

Jamás podría equiparase esto a la satisfacción, al orgullo con el que aprendimos a disfrutar de ese primer navío salido de nuestras propias manos, frágil como la infancia de los pájaros, inocente y multicolor como las mariposas, con el que nuestra ilimitada fantasía creía jugar a hacerles cosquillas a las nubes.

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